El verdadero Gaspar: el que estaba frente a ella, sereno, calculador, incapaz de perder el control, ese hombre para quien todo era una ficha de negociación.
Y ella, que se creía una cazadora experta, al final no era más que una presa ingenua y patética.
—Gaspar... —Samanta mordió con fuerza su labio rojo, la mirada cargada de dolor y derrota—. ¿Desde el principio todo fue una mentira?
Gaspar bajó la mirada para verla, los ojos tan vacíos que no dejaban asomar ni orgullo ni remordimiento, solo esa calma insondable y abrumadora.
—Lo nuestro fue solo un acuerdo entre adultos. ¿Dónde está la mentira? —murmuró sin inmutarse—. Tú obtuviste los contactos, la fama y el dinero que querías. Yo, la tranquilidad de ver a mi mamá sana. Cada quien consiguió lo suyo. Cuentas saldadas.
—Vaya que sí, cuentas saldadas... —la voz de Samanta subió de golpe, quebrándose entre sollozos y rabia—. ¡Tú sabías que yo te amaba! ¡Diez años, Gaspar! ¡Te he amado diez años y te entregué lo mejor de mi vida solo para sentirme digna de ti! Todo mi esfuerzo fue para alcanzarte. ¿Y tú? ¿Para ti qué fui yo, Gaspar?
Las lágrimas, cargadas de humillación y coraje, le rodaron por las mejillas.
—¿De verdad, en todos estos años, nunca sentiste nada por mí? ¿Ni un poco?
...
Justo entonces, en la esquina del pasillo junto a la sala de descanso, una figura delgada se detuvo en seco.
Micaela había ido a buscar a Ángel para revisar un proyecto, pero jamás imaginó presenciar esa escena. Para llegar hasta Ángel tenía que cruzar el pasillo junto a la sala de descanso. Se quedó petrificada en su sitio, apretando los papeles entre los dedos.
Estuvo a punto de marcharse cuando la voz de Gaspar sonó, cortante y calmada:
—Samanta, te lo advertí muchas veces: no pierdas tu tiempo ni tus fuerzas conmigo. Lo nuestro está clarito en ese contrato que firmamos.
Samanta, temblando, giró el rostro y de reojo alcanzó a ver el extremo de una bata blanca asomando en la esquina.
Sabía perfectamente quién era: Micaela.
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