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Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 121

Enzo aún no terminaba de hablar cuando Micaela ya había empujado la puerta de la sala de juntas.

—¡Pum!—

Las puertas del salón se abrieron de par en par, sobresaltando a todos los presentes. Gaspar, sentado en la cabecera, la miró sorprendido. Nadie se esperaba la aparición de Micaela.

—Sal, tengo que preguntarte algo —lanzó Micaela, con la mirada encendida de enojo, dirigiéndose directo a Gaspar.

Los gerentes de las distintas áreas se quedaron pasmados, preguntándose quién era esa joven y de dónde sacaba el valor para hablarle así a Gaspar.

—¿Y tú quién eres? ¿No ves que estamos en una reunión? —el gerente de finanzas fue el primero en saltar.

—Eso, ¿no tienes educación o qué? ¡Estamos trabajando! —agregó otro hombre, de unos cuarenta años, con tono de fastidio.

Micaela los barrió con la mirada y dijo con firmeza:

—Soy su esposa. Vengo porque necesito hablar con él —soltó, sin titubear.

El anuncio cayó como balde de agua fría entre los presentes. El gerente de finanzas se puso pálido y de inmediato forzó una sonrisa.

—Sr. Gaspar, creo que será mejor que nos retiremos —dijo, y luego se giró hacia Micaela, esbozando una sonrisa incómoda—. Disculpe, Sra. Ruiz.

El otro gerente también intentó suavizar el ambiente.

—Perdón, Sra. Ruiz. No fue mi intención.

Uno por uno, todos salieron de la sala. Se notaba que entendían la gravedad del asunto y que Micaela no estaba bromeando: la furia en sus ojos era tan clara como el agua. Quedaba claro que había problemas familiares que atender.

Cuando la puerta se cerró y quedaron solos, Gaspar la miró con el ceño alzado.

—¿No podías esperar a que llegáramos a casa para hablar? —preguntó, con tono seco.

Micaela, hirviendo de coraje, golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Gaspar, quiero que me expliques por qué tienes el permiso para usar el donativo de mi mamá. ¿Cómo conseguiste eso de mi papá? Más te vale que me digas la verdad.

Gaspar ya imaginaba a qué venía todo. Por dentro, se dio cuenta de que Ramiro había hablado de más.

—¿Te lo contó Ramiro? —farfulló Gaspar, dejando claro que no le hacía ninguna gracia.

Micaela sentía que la rabia le quemaba por dentro. Habló entre dientes, con la voz quebrada:

—Si Ramiro no me lo hubiera dicho, ¿piensas que nunca me lo habrías contado? No te pases, Gaspar. Ese donativo era de mi mamá. No tenías ningún derecho a decidir por tu cuenta.

Gaspar se levantó despacio de su asiento.

—Tu papá fue quien me cedió el permiso. La decisión es mía.

Las lágrimas amenazaban con salir, pero Micaela se mordió los labios, negándose a llorar frente a él. En ese momento, Enzo volvió a abrir la puerta.

—Sr. Gaspar, ya está lista la videollamada con el Sr. Castaño.

Gaspar tomó unas servilletas de la mesa y se las tendió a Micaela.

—Hablamos después.

Ella le apartó la mano de un manotazo.

—¡Lárgate! —le gritó, sin poder contener más la rabia.

Enzo se quedó petrificado; no recordaba haber visto nunca a Micaela perder así el control. Para él, ella siempre había sido la más tranquila.

Las servilletas cayeron al suelo mientras Gaspar, rígido, salía de la sala con paso pesado. Su semblante se volvió aún más duro. Sacó el celular y marcó el número de Ramiro.

—¿Bueno? ¿Sr. Gaspar?

—Doctor Ramiro, a partir de ahora, te pido que no le cuentes nada a mi esposa de nuestro trabajo conjunto. No quiero malos entendidos —advirtió Gaspar, con voz seria.

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