Micaela lo observó fijamente.
—¿Por qué?
—Lo hago por tu bien —contestó Gaspar, con ese tono distante que tanto la desesperaba.
En ese instante, Micaela entendió sus intenciones. Quería alejarla, moverla del proyecto para que no pudiera acercarse a las muestras de su mamá. Así, evitaría que ella se alterara y frenara el avance de la investigación.
Micaela respiró hondo, conteniendo la rabia que se le arremolinaba en el pecho.
—Dime la verdad, ¿a quién quieres salvar? ¿Es a Samanta?
Gaspar frunció el ceño, pero no dijo nada. Aunque no lo admitiera de frente, Micaela lo supo. Sintió cómo una punzada atravesaba su pecho, tan fuerte que casi le cortó el aliento.
—Qué ironía —musitó, con una mueca amarga—. No pienso permitir que uses la médula ósea de mi mamá para tus experimentos.
—Te doy un mes. Si en ese tiempo encuentras una muestra compatible, te devuelvo la de tu mamá. Si no, no te metas en esta investigación —dijo Gaspar con voz seca. Luego, se dio vuelta y se marchó sin mirar atrás.
Micaela se tambaleó. Sintió que las piernas le fallaban y tuvo que apoyarse en la pared para no caer. El dolor en su pecho se extendió como una ola, quemándole hasta el alma.
...
Esa noche, Micaela abrazó a su hija para dormir. Sentía el cuerpecito cálido y tranquilo de la niña entre sus brazos. Cerró los ojos, dejando que las lágrimas le picaran por dentro.
Gaspar estaba dispuesto a sacarla del proyecto solo por Samanta. Qué ridículo. ¿Cómo podía haber caído tan bajo?
...
A la mañana siguiente, después de dejar a su hija en la escuela, Micaela fue al estudio de Emilia. Emilia le entregó el borrador del acuerdo de divorcio.
—¿Ya pensaste bien? ¿De veras quieres irte con las manos vacías? —le preguntó Emilia, alzando una ceja—. Vi en las noticias que Gaspar duplicó su fortuna este año.
Micaela repasó el documento, sin vacilar.
—El dinero va y viene —dijo, sin apartar la vista del papel.
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