Sofía suspiró, —Señora, la verdad, el señor es un buen papá.
No se podía negar que, desde que nació su hija, Gaspar se había convertido en un gran padre.
—Sofía, ve a preparar la cena —le pidió Micaela, y subió para acompañar a su hija.
Últimamente, Micaela había decidido dedicarle más tiempo a Pilar. Con el cariño de su mamá y las visitas frecuentes de Ramiro, la niña vivía rodeada de alegría.
Esa mañana, justo a las ocho, Micaela pensó que era buena idea regresar a la casa de Gaspar para sacar el piano y así practicar con su hija.
Antes de ir, le mandó un mensaje a Gaspar para preguntarle si estaba en casa y si podía pasar por el piano.
Gaspar contestó que no había problema.
Micaela llegó a la puerta de la casa acompañada por los de la mudanza. Al llegar, notó un carro rojo, un Ferrari, estacionado en el patio. Por la placa, supo que era el de Samanta.
Micaela frunció el entrecejo.
Aún no se habían divorciado y él ya tenía tanta prisa por meter a Samanta a vivir ahí.
En ese momento, al escuchar el ruido de la entrada, Gaspar bajó del segundo piso. Traía ropa cómoda, de esas para estar en casa, y su andar reflejaba total despreocupación.
—Solo venimos por el piano. Cuando terminemos, nos vamos —le soltó Micaela desde el recibidor.
Gaspar bajó y fue directo al dispensador de agua. Tomó el vaso que Micaela siempre usaba y le sirvió agua.
—Toma un poco de agua.
Ella apartó la cara, con un gesto de desdén.
—No quiero.
Justo entonces, un trabajador mayor se quejó mientras se sobaba la cintura.
—Ay, espérenme, despacio, me lastimé la espalda.
Ya cuando iban llegando, Micaela había temido que el señor estuviera algo grande para cargar el piano. Mientras pensaba en eso, otro de los trabajadores se acercó para ayudarlo.
Gaspar dejó el vaso y se acercó de inmediato.
—Déjeme, yo me encargo. Mejor descanse un rato.
El hombre, sorprendido, le agradeció.
—Muchas gracias, joven.
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