Micaela tomó el primer contrato de acciones y lo revisó con detenimiento, analizando cada cláusula y el esquema de participación.
—Tranquila, el contrato está en orden —comentó Gaspar, levantando una ceja.
Micaela agarró la pluma y comenzó a firmar. Eran ocho documentos en total; a mitad de camino, ya sentía la mano cansada.
Enzo, que estaba cerca, observó cómo Micaela se frotaba la muñeca. Por dentro no podía evitar pensar: “¿Será que la señorita Micaela ni siquiera se imagina que, al firmar estos papeles, está a punto de convertirse en una millonaria de ochocientos mil millones de pesos?”
Gaspar la miraba fijamente mientras firmaba, como si temiera que se le escapara alguna hoja sin firmar.
Por fin, cuando Micaela terminó con todos los contratos, Gaspar habló:
—No te vayas todavía. En un rato voy a reunir a los socios. Necesito que asistas como la segunda mayor accionista de la empresa.
Micaela abrió los ojos, desconcertada.
—¿Disculpa? ¿Qué estás diciendo?
Gaspar le explicó:
—Como nuestras empresas tienen negocios muy cercanos, hoy tienes que asistir a la junta en representación de todas tus compañías.
Micaela sintió que la habían engañado, aunque no podía precisar en qué momento cayó en la trampa.
A las diez en punto, la asamblea de accionistas del Grupo Ruiz dio inicio.
Sentada entre varios ejecutivos de mediana edad, Micaela no podía evitar sentirse fuera de lugar.
Era joven y atractiva, y algunos no resistían la tentación de mirarla de reojo.
Pero en cuanto se supo que ella poseía acciones en ocho compañías del Grupo Ruiz, y que de un solo movimiento se había convertido en la segunda mayor accionista —solo por debajo de Gaspar—, nadie se atrevió a subestimarla.
Cuando Enzo anunció el cambio, todos los socios se quedaron atónitos. ¿Cómo era posible que Micaela, tan joven, ya tuviera una fortuna de ochocientos mil millones?
[¡Vaya, con razón casi nunca aparece la señora Ruiz! No es cualquier persona…]
Durante toda la reunión, Micaela tenía el ceño fruncido. No entendía mucho de lo que se discutía. Gaspar, por su parte, la observaba de vez en cuando, con una expresión difícil de descifrar.
El mensaje era claro: más valía que no se acercara a ningún hombre de su círculo.
Micaela ya no tenía ánimo para seguir la conversación. Salió del cuarto sin mirar atrás.
...
Mientras tanto, en un carro estacionado frente al edificio del Grupo Ruiz, un hombre de poco más de cincuenta años hablaba por teléfono con Damaris. Era su primo y también uno de los accionistas.
—Oye, ¿sabías que Gaspar le entregó ocho empresas, valoradas en ochocientos mil millones, a su exesposa?
—¿Qué? —la voz de Damaris del otro lado sonaba incrédula, como si no hubiera escuchado bien.
—Sí, le cedió las ocho compañías más sólidas de inversión que tiene. Deberías hacer algo, ¿no crees?
Damaris, que estaba en la sala de su casa, sintió que la sangre se le fue a los pies. No podía creer que su propio hijo le hubiera dado semejante cantidad de bienes a Micaela por el divorcio.
—¡Voy para la empresa ahora mismo! Esto sí lo tengo que aclarar —dijo furiosa, ordenando al chofer que la llevara. Mientras tanto, marcó el número de su hija.

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