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Al mediodía.
En un restaurante elegante, dos pares de madre e hija ocupaban una mesa junto a la ventana.
Daniela Guzmán, la mamá de Samanta, tenía poco más de cincuenta años. A pesar de los años, aún conservaba ese aire atractivo de quien alguna vez fue actriz, aunque solo consiguió papeles pequeños. Cuando se embarazó, decidió irse al extranjero, y durante dieciocho largos años sobrevivió limpiando platos, trabajando donde podía. Pero cuando su hija cumplió dieciocho, la suerte les cambió de un día para otro.
A partir de entonces, dejó de ser la mujer que pasaba horas en la cocina de algún restaurante para convertirse en la orgullosa mamá de una pianista internacional. Los ojos de admiración a su alrededor se volvieron habituales.
Ocho años después de eso, Daniela se acostumbró a una vida cómoda, y hasta sus gestos destilaban el porte de una señora adinerada.
La señora Báez, sentada enfrente, no podía ocultar su molestia.
—Estos días esa lagartona ha estado más tranquila, pero qué ganas de amargarme la vida —aventó con fastidio.
—No te preocupes, hermana. Yo me encargo de Néstor. Tú solo tienes que mostrarle quién manda a esa descarada —replicó Daniela, igual de indignada.
Samanta y Lara, las hijas, no decían nada. Les incomodaba escuchar otra vez los líos amorosos de sus papás.
Después de unos minutos de queja, la plática cambió de rumbo hasta llegar al tema favorito de las señoras: el futuro de sus hijas.
—Samanta, escuché que el señor Gaspar ya se divorció. Así que ya solo falta que nos invites a tu boda —dijo la señora Báez con una sonrisa maliciosa.
Daniela miró a su hija, la frustración cruzándole por los ojos.
—Esta niña nunca pone de su parte. Si hubiera sido más lista, el lugar de la señora Ruiz habría sido suyo desde hace ocho años.
—Pero Samanta sigue joven, apenas tiene veintiséis, es el momento ideal para casarse —añadió la señora Báez.
Samanta sonrió, tranquila.
—No tengo prisa.
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