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Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 496

La reunión terminó una hora después. Micaela salió del laboratorio a paso acelerado y regresó a su oficina, lista para sentarse a escribir el nuevo proyecto.

En ese instante, la figura de Gaspar apareció. No entró, solo se apoyó en el marco de la puerta de su oficina.

—Escuché que cambiaste de carro —preguntó Gaspar, tanteando el ambiente.

A Micaela no le interesaba platicar con él, sus dedos seguían danzando sobre el teclado.

—¿Fue Jacobo quien te lo regaló? —insistió Gaspar, entrecerrando los ojos.

—¿Y si sí? —Micaela por fin levantó la mirada—. A mí me gusta que me regale cosas quien yo quiera.

La mirada de Gaspar se ensombreció, claramente no esperaba que fuera cierto.

—¿Vas en serio con Jacobo? —preguntó de pronto, la voz le salió apagada.

Micaela soltó una risita seca.

—¿Y eso qué te importa?

Gaspar se irguió, su tono se volvió distante.

—Tienes razón, no es asunto mío.

Dicho esto, retrocedió, ajustándose la corbata y recuperando esa expresión tan suya, dura y lejana.

Por fin Micaela pudo concentrarse. Conocía bien esa actitud de Gaspar. Seguramente, solo era que no soportaba ver cómo la mujer que antes lo miraba con devoción ahora le daba la espalda sin dudar.

Gaspar no se fue muy lejos. Fue a la oficina de Zaira, donde buscó entre la lista de participantes y sacó la ficha de una paciente llamada Romina.

—Sra. Zaira, ¿me puede mandar el reporte diario de esta paciente, por favor?

Zaira lo miró sorprendida.

—Gaspar, ¿tienes a alguien cercano con leucemia?

Gaspar no respondió, solo asintió con cortesía.

—Gracias por el favor.

Sin más, se dio la vuelta y salió.

...

Durante la semana siguiente, mientras esperaban la aprobación del nuevo medicamento, Micaela y Zaira se dedicaron a dar seguimiento y registrar el estado de cada participante en el ensayo.

En medio de todo ese trabajo, Micaela también preparaba el informe para la cumbre médica de agosto.

Pilar ya estaba de vacaciones. Micaela la inscribió en cursos de verano en la escuela, tres días por semana. Pilar estaba encantada, disfrutando de todas las actividades nuevas.

Micaela tenía claro que, en cuanto terminara esa carga de trabajo, antes de que Pilar regresara a clases en septiembre, debía llevarla de viaje, aunque fuera un fin de semana.

Esa tarde, luego de terminar los reportes con Zaira, el celular de Micaela vibró. Pensó que sería algo del trabajo, pero al ver la pantalla, se llevó una sorpresa: era un mensaje de Anselmo.

[Micaela, hay un paquete que te llega hoy. No olvides recibirlo.]

Micaela frunció el ceño, intrigada. ¿Qué le habría enviado?

[¿Qué me mandaste?] —le escribió, curiosa.

[Es secreto.] —Anselmo respondió con buen humor.

[Ándale, dime, no seas así.]

[En realidad, no es para ti.]

Ella se quedó pensando. Pero Anselmo aclaró de inmediato:

[Es para Pilar.]

Micaela abrió los ojos, más sorprendida todavía. ¿Un regalo para su hija?

[Si no me dices, no lo recibo, ¿eh?] —le contestó, haciéndose la dura.

—¿De veras? ¿Te gustan? —la voz de Gaspar se escuchó suave, casi tierna.

Micaela se quedó quieta un instante, incómoda.

Pilar asintió con entusiasmo.

—¡Me fascinan!

—Un día te llevo a ver muchas más —soltó Gaspar, con una pequeña risa.

—¡Sí! Pero llévanos a mamá y a mí, ¿va?

En ese momento, Pilar volteó y apuntó la cámara hacia Micaela.

—¡Papá, aquí está mamá también!

Micaela, recién bañada y en bata ligera, no esperaba aparecer. Giró rápido para esquivar la cámara.

—Pilar, ya es hora de ir a descansar.

—Bueno... ¡Papá, hasta mañana! —colgó y volvió a admirar el frasco de luciérnagas.

...

Mientras tanto, en la oficina principal del Grupo Ruiz, Gaspar miraba la pantalla apagada de su celular. Sus dedos largos la acariciaban, la luz de sus ojos opacos se encendía y apagaba, y tragó saliva sin darse cuenta.

En ese momento, una asistente de falda entallada y camisa blanca entró tras tocar la puerta. Era nueva en la oficina y, con toda intención, desabrochó el tercer botón de su camisa, dejando ver parte de su escote.

Aguda, notó que Gaspar estaba solo en el sillón, desprendiendo un aire de soledad.

—Sr. Gaspar, ¿quiere que le dé un masaje?

—Sal.

La voz dura de Gaspar la hizo temblar. Apurada, se abrochó de nuevo el botón, las mejillas encendidas, y salió casi corriendo.

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