En ese momento, el celular de Joaquín empezó a sonar. Echó un vistazo a la pantalla y, con semblante serio, dijo:
—Mica, entra tú primero, voy a contestar una llamada.
Apenas terminó de hablar, Joaquín salió del salón de eventos para atender su llamada. Micaela solo pudo esbozar una sonrisa resignada, mirando a los invitados de aquella noche. Todos vestían trajes impecables, con una elegancia que no dejaba dudas: los presentes eran personas de alto perfil.
—Señorita, ¿le gustaría tomar algo? —preguntó un joven mesero con una sonrisa amable.
Micaela tomó un vaso de jugo del charol y respondió con una sonrisa:
—Gracias.
Sostuvo el vaso y dio un sorbo, mientras su mirada se perdía entre la multitud. De repente, sintió un nudo en el pecho: había visto a Gaspar.
Él conversaba animadamente con un hombre mayor. No sabía qué le había dicho el anciano, pero Gaspar sonreía con esa elegancia suya, cejas levemente arqueadas y una expresión de cordialidad.
Por fin, Micaela entendió por qué Joaquín había estado tan misterioso todo el día. En el fondo, la había traído para encontrarse con Gaspar.
Justo en ese instante, una figura llamativa atravesó el gentío, acaparando de inmediato todas las miradas masculinas del lugar. Era Samanta, quien se acercó con naturalidad a Gaspar, tomó una copa de vino tinto y se quedó a su lado, sumándose con una sonrisa a la conversación con el hombre mayor.
El aire se le escapó a Micaela. Sintió una repentina necesidad de huir de ahí, como si el ambiente la asfixiara.
Cerca de ella, dos hombres no podían apartar los ojos de Samanta. Uno de ellos soltó un comentario:
—Vaya, esa sí que es una mujer de otro nivel. Elegante, imponente, una rosa salvaje… ¡Justo como dicen!
—Olvídalo, —le reviró su amigo—, hoy ninguno de los hombres aquí tiene oportunidad. ¿No lo ves? Es la mujer de Gaspar. Nosotros solo podemos admirarla de lejos.
—Hay que reconocerle algo a Gaspar —añadió el primero—, no solo es un genio para invertir, también tiene un gusto increíble para escoger mujeres.
—Con la lana que tiene, ¿quién no querría estar con él? Una diosa así no se fija en cualquiera.
Mientras platicaban, notaron de reojo que tenían a una mujer muy guapa justo a su lado. Se quedaron sorprendidos unos segundos.
—¿Tan difícil eres? ¿Ni para hacer amigos?
Micaela dio unos pasos para alejarse, pero el sujeto la siguió:
—Señorita, no sea así…
Justo cuando intentaba marcharse, un mesero que venía apurado con una charola se cruzó en su camino y, sin querer, chocó con ella. Dos vasos que llevaba el mesero cayeron al suelo, haciendo un fuerte —¡crash!—, llamando la atención de todos.
—¡Perdón, perdón, señorita! —balbuceó el mesero, visiblemente nervioso, casi al borde de un ataque de pánico.
—No te preocupes, fue mi culpa —dijo Micaela, tratando de calmar la situación.
El altercado atrajo la mirada de los invitados cercanos. Gaspar y Samanta también giraron la cabeza hacia el alboroto. Gaspar frunció el ceño al reconocer a la mujer que hablaba con el mesero; Samanta, a su lado, se quedó boquiabierta.
¿Micaela? ¿Qué hacía ella aquí?

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