—Ya tienes más de veinte y sigues sin madurar, tu papá se fue muy pronto, tu hermano cuida de ti, ¿qué tiene de malo? —reviró Quintana, visiblemente cansada.
—¡Ajá! ¡Todos defienden a Micaela! Ella sí es su nieta de verdad, yo nada más estoy de sobra —gritó Adriana, las lágrimas rodando por sus mejillas mientras corría escaleras arriba.
Quintana amagó con seguirla, pero Florencia la detuvo con una mano.
—Déjala, que piense bien las cosas —sugirió Florencia con voz firme.
Florencia miró de reojo a su nuera, con una expresión que parecía esconder mil historias.
—A partir de ahora, los asuntos de los jóvenes que los resuelvan ellos solos, mejor no nos metamos. Nadie aprende si no se da un buen golpe, Adriana lo está viviendo, y Gaspar también.
Quintana frunció el ceño. Que su hija anduviera perdida, vaya, pero su hijo... él siempre había sido demasiado centrado.
—Gaspar siempre fue complicado, muy reservado, le cuesta abrirse. Aunque le guste algo, nunca lo admite. ¡Qué terco es! —suspiró Florencia.
Quintana captó la indirecta y soltó, con sinceridad:
—Mamá, eso sí no lo creo. Gaspar desde chico sabe lo que quiere. Si todavía sintiera algo por Micaela y quisiera volver con ella, no se quedaría de brazos cruzados.
Florencia soltó un resoplido.
—Y si hace algo, tampoco se lo va a contar a nadie.
En ese momento, Gaspar entró al salón con pasos seguros. Al ver a su madre y a su abuela, arrugó la frente.
—¿Dónde está Adriana?
—Arriba, haciendo berrinche —suspiró Quintana—. Gaspar, ¿por qué le congelaste la cuenta?
—Mamá —la interrumpió él, tajante—. Yo sé lo que hago.
Florencia giró hacia su nuera.
—Ya lo dije, los problemas de los hijos que los resuelvan ellos. No nos metamos.
Quintana sentía un nudo en el pecho por su hija; a veces, la manera en que su hijo actuaba resultaba tan dura, tan tajante, que parecía no tener corazón.
—Vamos a preparar la cena. Hoy que estamos todos, hay que sentarnos a la mesa como familia —propuso Florencia.
—Gaspar, acompáñame al jardín —ordenó Florencia, poniéndose de pie.
El aire fresco del jardín se colaba entre las plantas. Gaspar, atento, le puso un abrigo a su abuelita.
—Gaspar, hijo, me dijeron que te compraste una casa justo debajo de donde vive Mica. ¿Ahora son vecinos, uno arriba y otro abajo? —preguntó Florencia con picardía.
—Así me es más fácil cuidar a Pilar —contestó él, seco.
Florencia soltó una risita.
—¿Solo para cuidar a Pilar? Ay, Gaspar, a tu abuela no la engañas.
Gaspar solo la sostuvo del brazo y evitó responder.
—¿Mica y Pilar están bien últimamente?
—Sí, están bien.
Florencia se detuvo y lo miró directo a los ojos.
—Dime la verdad, Gaspar, ¿todavía tienes a Mica en tu corazón?
Gaspar arrugó la frente.
—Abuelita, Micaela y yo ya nos divorciamos.
—¿Y qué? ¿Divorciados no pueden volver? —insistió ella—. ¿No te da miedo que Mica termine con alguien mejor que tú?
La mandíbula de Gaspar se tensó.
—Eso es decisión de ella.
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