Micaela tomó de la mano a Pilar y salió apresurada del elevador, procurando mantener cierta distancia respecto a Gaspar.
Gaspar avanzaba despreocupado, su figura imponente proyectaba una sombra larga en el pasillo, y sus ojos no se apartaban de las dos que iban delante.
Al llegar a la puerta de la habitación de Micaela, Pilar no pudo evitar voltear hacia su papá.
—Mamá, ¿papá puede quedarse con nosotras esta noche?
Micaela se agachó para quedar a su altura.
—Papá tiene su propio cuarto, mi amor.
—Pero... —Pilar frunció los labios, haciendo puchero—, yo quiero dormir con papá y mamá juntos.
Gaspar se inclinó, apoyando las manos sobre los pequeños hombros de su hija.
—Tengo que terminar unas cosas de trabajo, princesa, pero mañana te prometo que jugamos todo lo que quieras, ¿va?
A Pilar no le quedó más que asentir. Micaela abrió la puerta, tomó a su hija de la mano y la metió al cuarto, cerrando tras de sí. Luego se agachó y le habló con suavidad:
—Pilar, papá y mamá ya no están juntos, pero los dos te queremos igual que antes.
Pilar parecía entender a medias. De repente, preguntó:
—¿Entonces papá se va a casar con la señorita Samanta?
Aquella pregunta atravesó a Micaela como una espina. Por un momento se quedó paralizada, sin saber qué decir. No imaginaba que su hija pensaría en eso.
Había olvidado que Pilar estaba creciendo y que, poco a poco, surgirían preguntas más difíciles de responder. Era imposible seguir ocultándole cosas así.
Intentó responder con la voz más tranquila posible:
—Eso es algo de adultos, Pilar. Tú no tienes que preocuparte por eso ahora.
—Mamá, si se casan, ¿van a tener un bebé también? —insistió Pilar, ladeando la cabeza con ingenuidad.
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