Adriana mordía sus labios, con las lágrimas a punto de desbordarse. Jamás imaginó que un par de frases dichas al azar provocarían la furia descomunal de su hermano.
Por cómo iban las cosas, parecía que Pilar le había contado todo a Micaela, y Micaela, a su vez, se había quejado con Gaspar. Solo así se explicaba semejante enojo.
—Gaspar, la comida ya está lista —llamó Quintana al ver a su hijo bajar por las escaleras, desbordando enojo por cada poro.
—Mamá, ustedes coman, yo tengo que salir —Gaspar, haciendo un esfuerzo por contener su rabia, tomó el saco del respaldo de la silla y salió a grandes zancadas.
—De veras, ¿qué traen ahora estos dos? —se lamentó Quintana, sacudiendo la cabeza.
En ese momento, la abuela Florencia apareció desde la sala. Últimamente había perdido bastante el oído, y fue hasta que una de las empleadas le comentó lo que pasaba, que se enteró de la pelea entre sus nietos.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué están peleando? —le preguntó a su nuera.
—Nada, mamá, no es nada grave. Venga, vamos a comer —respondió Quintana, sin ganas de agobiar a su suegra con esos temas. Ya tenía suficiente con esos dos, que solo le daban dolores de cabeza.
—¿No que Gaspar ya había regresado? ¿Dónde está ahora? —insistió Florencia.
—Le salió algo urgente y se fue otra vez —contestó Quintana. Sin más, subió las escaleras para ver cómo estaba su hija.
Tocó la puerta del cuarto y, al ver la cara de Adriana surcada por lágrimas, no pudo evitar soltarle un reproche:
—Mira nada más cómo pusiste a tu hermano. ¿Ahora cómo quieres que le vea la cara a Jacobo?
Adriana apretó los dientes.
—Él no está enojado por eso.
—¿Entonces por qué? —preguntó Quintana, sorprendida.
Adriana se abrazó la cabeza, llena de arrepentimiento.
—Se enojó porque... porque le dije a Pilar que Samanta iba a ser su nueva mamá.
—¿Qué? —Quintana, perpleja, tardó varios segundos en procesar lo que oía—. Adriana, ¿tú le dijiste eso a Pilar?
Adriana asintió, mordiéndose el labio, pero replicó:
—¿Acaso dije una mentira?
—¿Cómo se te ocurre decirle eso a Pilar? —le reclamó Quintana, dejando que la molestia se le notara—. Ella es apenas una niña, no entiende nada de esas cosas. Y aunque fuera el caso, no te corresponde a ti decirlo.
—¡Ya sé que la regué! ¿Cómo iba a saber que Pilar iba a andar contando todo? —Adriana se lamentaba, pero ya era tarde para arrepentimientos.
—Pilar está en una edad en la que todo le parece un juego. Si alguien cometió un error aquí, fuiste tú, no ella —sentenció Quintana.
Adriana se abrazó las rodillas, sintiéndose cada vez más dolida, mientras las lágrimas volvían a escurrirle por la cara. El simple hecho de que su hermano se pusiera así por Micaela le dolía y no terminaba de entenderlo.
Además, en el fondo, no creía haber dicho nada malo. Tarde o temprano, Samanta se casaría con Gaspar y, entonces, se convertiría en la mamá de Pilar. Solo había querido preparar a la niña.
—¡Es mi papá! —gritó, y salió corriendo hacia la entrada.
Micaela apenas alcanzó a reaccionar cuando ya la niña y el perro estaban en la puerta. Cuando Pilar la abrió, ahí estaba Gaspar.
Gaspar se agachó para cargar a su hija, que se le colgó del cuello como un pececito. Luego, sin soltarla, miró hacia el interior, donde Micaela observaba desde el sofá. Llevaba el saco en el brazo y la camisa un poco abierta, como si hubiera llegado a toda prisa.
—Papá —dijo Pilar, feliz, abrazándolo—. Mamá me está enseñando a sumar.
—Qué bien —le revolvió el cabello, luego dirigió la mirada a Micaela—. ¿Te molesta si paso?
Con esas palabras, buscaba la aprobación de Micaela, reconociendo que ya no era su casa y que él era solo un invitado.
Micaela, sin mucha expresión, se acercó.
—Es algo tarde, ¿a qué viniste?
—Solo quería ver a Pilar —murmuró Gaspar.
—En diez minutos, Pilar tiene que bañarse —respondió Micaela, con un tono seco, dejando en claro que solo tenía ese tiempo.
—Pero mamá, yo quiero que papá se quede un rato más —protestó Pilar, haciendo puchero.
Micaela solo apretó los labios y no dijo nada más.

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