Después de enviar el mensaje, Gaspar tamborileó dos veces con sus largos dedos sobre la mesa antes de marcar la línea directa de Ángel.
—Doctor, la señorita Samanta ya confirmó que va a colaborar. El experimento puede arrancar tal como estaba planeado —su tono, igual que siempre, sonaba seguro y decidido.
Al otro lado de la línea, Ángel por fin pudo soltar el aire que tenía contenido.
—¡Qué buena noticia, señor Gaspar! De inmediato organizo al equipo para dejar todo listo.
—Gracias por el esfuerzo —respondió Gaspar, colgando enseguida.
Se levantó y caminó hasta la ventana que iba del piso al techo. Desde ahí, contemplaba la ciudad bulliciosa; el sol apenas lograba filtrarse en la oscuridad que habitaba en lo más profundo de su mirada.
Dos minutos después, tomó su celular y buscó el número de Micaela.
—¿Bueno? —contestó Micaela al primer timbrazo.
—El experimento puede empezar mañana —anunció Gaspar, con voz grave.
—Ya lo sabía —respondió ella, sin dejar de sonar tranquila—. Estoy manejando, ¿hay algo más?
Gaspar apretó los labios, y con un tono más suave, murmuró:
—No, eso era todo.
Al instante, la llamada se cortó.
Gaspar exhaló con pesadez, mientras su ceño reflejaba una maraña de pensamientos que nadie podía descifrar.
El porte recto que había mostrado hace un momento, de pronto parecía desinflado, como si le hubieran arrebatado toda la energía. Se sostuvo de la ventana y dejó escapar un suspiro, casi inaudible.
...
En ese instante, Micaela esperaba en un semáforo en rojo. Sus dedos delgados repiqueteaban sobre el volante.
La última frase de Gaspar era clara: había aceptado todas las condiciones que Samanta impuso.
No importaba si él quería o no casarse con Samanta, tenía que cumplir cada una de sus exigencias. La enfermedad de Damaris no podía esperar y tampoco la situación de Adriana. Si no encontraban un tratamiento efectivo, nadie podía predecir lo que pasaría.
—No diga eso, nos tranquiliza saber que la cirugía fue un éxito —Micaela acomodó una silla y se sentó a su lado, observando con atención el semblante de Zaira—. ¿Ha sido buena la recuperación?
—Más o menos, solo que sigo sin fuerzas y casi no tengo apetito —dijo Zaira, esforzándose por sonar animada—. Pero mejor háblame de ti, ¿cómo va tu hijo? ¿Y el experimento, avanzan?
Micaela esbozó una sonrisa.
—El niño es un encanto y el trabajo va bien, hemos tenido buen progreso.
—Te admiro, de verdad. Tienes que cuidar a tu hijo y el trabajo no te da respiro.
En los ojos de Zaira se notaba la preocupación, aunque prefería no decir en voz alta lo que pensaba. Había escuchado que, desde que estuvo hospitalizada, dos jóvenes muy prometedores rondaban a Micaela. Al parecer, ella había encontrado la felicidad, así que Zaira no creía oportuno meterse en sus decisiones.
—Señora Zaira, ¿usted sabe algo sobre enfermedades raras de la sangre?
Zaira reflexionó un momento y negó con la cabeza.
—No mucho, la verdad. Cuando se trata de problemas genéticos, suele requerirse tecnología muy avanzada, ahí sí que tú eres la experta.

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