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Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 931

Detrás de la ventana de cristal, se reflejaba perfectamente la escena dentro de la sala de toma de sangre. Samanta, justo cuando extendió el brazo, levantó la mirada hacia Gaspar con una expresión débil y necesitada.

Gaspar, por su parte, se mantenía de pie a un lado, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón de vestir, erguido y con la vista fija en el procedimiento.

Su presencia imponía una especie de vigilancia silenciosa e inquebrantable.

Diez minutos después, la puerta de la sala se abrió. Una enfermera ayudó a Samanta, quien lucía pálida y frágil, a salir. Gaspar, sin perder la compostura, salió con una mano en el bolsillo.

—Gaspar, ¿puedo descansar un rato antes de irme? —preguntó Samanta, dejando claro que no tenía intención de marcharse de inmediato.

—El carro ya está listo. Vete a casa a descansar —soltó Gaspar, y la dejó atrás, caminando en dirección contraria sin mirar atrás.

—Srta. Samanta, permítanos acompañarla a la salida —dijo la enfermera con voz suave.

Samanta, de pronto, enderezó la espalda y respondió:

—No hace falta, puedo salir sola.

Las dos enfermeras, notando el gesto de desdén en el rostro de Samanta, dieron un par de pasos hacia atrás y la dejaron ir.

Sosteniendo su bolso con elegancia, Samanta se dirigió hacia el elevador que llevaba al vestíbulo. Se acomodó el cabello, y aunque su cara seguía luciendo pálida por la sangre que le habían extraído, no perdió ni un poco de su porte distinguido.

Al salir del edificio, Enzo se le acercó con prontitud.

—Srta. Samanta, permítame llevarla a casa.

Samanta, acostumbrada a este tipo de atención, no se negó. Cuando Enzo le abrió la puerta del carro, ella subió con un gesto molesto, casi ofendida.

Enzo, profesional como siempre, la llevó a casa sin decir una sola palabra de más.

...

En el laboratorio, Micaela se preparaba para subir al área de investigación. Apenas entró al elevador, un brazo largo y firme detuvo las puertas. Micaela levantó la vista: era Gaspar.

Su imponente figura de casi un metro noventa hizo que el pequeño espacio del elevador se sintiera todavía más reducido. Gaspar la miró de reojo, observando el perfil sereno y distante de Micaela.

—Sobre lo de hace rato... disculpa —murmuró él, con voz grave.

Se refería, claro, al comportamiento de Samanta en la sala de toma de sangre.

Micaela ni siquiera reaccionó ante las palabras de Gaspar. Cuando el elevador llegó a su piso, el sonido —ding— marcó la parada y ella salió sin mirar atrás.

Gaspar la siguió, esta vez apresurando el paso y alzando la voz:

—Micaela, tienes que haber notado que lo de Samanta y yo es solo... un trato.

—¿Puedes dejar de hacerme perder el tiempo?

—Tenemos que buscar un momento para hablar bien —dijo Gaspar, su voz grave, la mirada firme y decidida.

Micaela frunció el ceño, dejando claro que no pensaba ceder:

—Entre nosotros solo existe una cosa: somos los papás de Pilar. Nada más. Lo que tú y Samanta hayan tenido o tengan, a mí no me importa. Hazte a un lado.

Pero Gaspar seguía ahí, sin moverse ni un centímetro. Sus ojos, oscuros y profundos, la miraban con intensidad, cargados de emociones encontradas: urgencia, impotencia, dolor, y una terquedad casi obsesiva.

—No es solo eso, Micaela —su voz era ronca y contundente, imposible de ignorar—. Lo nuestro nunca se ha limitado a ser solo los papás de Pilar.

La paciencia de Micaela estaba a punto de agotarse. Alzó la voz, tajante, sin ningún rastro de amabilidad:

—Gaspar, te lo pido, déjame pasar.

—Sé que no me crees. Y tampoco te interesa. Pero necesito que quede claro: entre Samanta y yo jamás hubo nada sentimental.

Gaspar, con los dientes apretados, recalcó cada palabra:

—Nunca lo hubo, no lo hay ahora, y jamás lo habrá. Todo lo que hice por ella fue bajo términos claros, cada cosa quedó saldada. Nada más.

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