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Doña Sara aún insistía en que Raquel fuera quien realizara el tratamiento.
María se tensó evidentemente. —Mamá, ¿estás segura de lo que estás haciendo? No puedes poner a Alejandro en manos de Raquel, y si acaso...
Raquel curvó sus labios rojos en una sonrisa y miró a María con cierta desconfianza mientras decía: —¿Por qué te asusta tanto que sea yo quien lo trate? Si sigues intentando impedirlo, empezaré a sospechar que ocultas algún secreto oscuro.
La mirada de doña Sara se posó una vez más sobre María. —Ya he tomado una decisión. Y es radical así que María, hazte a un lado.
Doña Sara dio la orden: que María se apartara.
Aunque María no estaba dispuesta, ya no tenía opción. Si decía algo más, doña Sara sin duda alguna empezaría a sospechar de ella, lo cual equivaldría a exponerse de forma voluntaria.
María no tuvo más remedio que apartarse.
Raquel se acercó silenciosa. Observó a Alejandro, quien yacía en la cama del hospital. La verdad, su única impresión sobre él era que había sido un buen padre, que toda su vida había estado dedicada a proteger y amar con el alma a su hija, Ana.
Ahora, Alejandro yacía allí con el rostro pálido, sin rastro de vida.
Raquel extendió la mano y tomó el pulso de Alejandro, comenzando en ese momento el diagnóstico.
Doña Sara preguntó con ansiedad: —Raquel, ¿cómo está? ¿Es posible salvar a Alejandro?
Raquel contestó. —Sí, se puede salvar.
A un lado, el corazón de María se estremeció y sus ojos destellaron con pánico. ¿Era posible que Raquel pudiera salvar a Alejandro?
—Raquel, entonces te lo encargo. Por favor, comienza cuanto antes.— Le insistió ansiosa doña Sara.
Raquel sacó una aguja de plata y la insertó lentamente en la cabeza de Alejandro.
El Alejandro que antes no mostraba signos de vida comenzó poco a poco a retorcerse de dolor. Su mano se movió, y todo su cuerpo manifestaba una angustia intensa.
—¡Alejandro!— exclamó doña Sara nerviosa.
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