Ante el rugido de Ricardo, Alejandra no retrocedió ni un centímetro. No se encogió. No lloró.
En su vida pasada, se habría deshecho en disculpas temblorosas. Ahora, simplemente lo miró con una calma que lo descolocó, que echó más leña al fuego de su ira.
Luego, hizo algo que lo enfureció aún más.
Lo ignoró.
Deliberadamente, desvió la mirada de su rostro furioso y la posó en el hombre que realmente detentaba el poder en esa habitación. Se dirigió a Don Guillermo.
Su tono fue impecablemente respetuoso, el de una joven dirigiéndose a un mayor al que estima.
—Señor Estevez, le agradezco sinceramente su generosidad y la de Ricardo. Sé que solo buscan lo mejor para mí.
Ricardo soltó una risa burlona, un sonido feo y cargado de desprecio.
—¿Y ahora eres experta en lo que es mejor para ti? ¿Tú?
Alejandra continuó como si él no hubiera hablado, manteniendo el contacto visual con el patriarca.
—Pero mi padre, que en paz descanse, siempre quiso que tuviera una educación universitaria formal. Aquí, en México. Era su mayor sueño para mí.
La mención de su padre, un hombre que los Estevez habían empleado y respetado, fue un golpe estratégico. Apelaba a la tradición, al respeto por los muertos.
Ricardo volvió a burlarse. —¿Educación? ¿Y para qué la necesitas tú? Ya tienes todo lo que podrías desear. Tu única obligación es convertirte en una esposa presentable.
Esta vez, Alejandra estaba preparada. Llevaba una delgada carpeta en la mano. La abrió sobre la mesa de centro de caoba, revelando varios folletos y formularios.
—Quiero estudiar Química de Alimentos en la UNAM.
La declaración fue tan inesperada que Ricardo se quedó sin palabras por un segundo.
—El examen de admisión es en tres meses —continuó Alejandra, su voz firme y llena de una convicción que nunca antes había mostrado—. La competencia es muy alta y necesito prepararme a fondo. Irme a Suiza ahora significaría perder mi oportunidad y tener que esperar un año entero.

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