En la Prisión Carmesí del Norte, localizada en el Desierto Sangriento, el viento y la arena formaban remolinos en el aire, parecía que trataban de inundar toda la prisión.
Este lugar confinaba a los asesinos más sádicos de todo el mundo, estaban los asesinos seriales, que en su momento fueron los fugitivos más buscados, también el Carnicero de la Noche Lluviosa, quien asesinó de forma cruel e injusta a una familia de más de doce personas y los mejores hackers, que se infiltraron en el Santuario, también estaban recluidos ahí.
Además, la prisión encarcelaba a los mejores asesinos que habían fracasado al tratar asesinar al líder de alguna nación en particular, pero eliminaron a más de una docena de fuerzas especiales antes de huir.
Todos y cada uno de los criminales encerrados en ese lugar, tenían sangre de al menos una docena de vidas en sus manos. Por eso, sus piernas y manos estaban esposadas con pesadas cadenas de hierro.
Frente a las celdas, había guardias armados hasta los pies, que vigilaban las veinticuatro horas del día, durante toda la semana. La seguridad era tan estricta, que ni siquiera una mosca podía escapar.
Sin embargo, había una excepción. El hombre que parecía no haber matado nunca a nadie y que no tenía ni la más mínima pizca de un aura asesina. De he hecho, parecía como si hubiera sido encarcelado por error.
No había cadenas en sus manos y pies, ni siquiera usaba el uniforme de los prisioneros. Nadie sabía su nombre, mucho menos el por qué fue encerrado en la prisión. Todo lo que sabían era que llegó a la Prisión Carmesí del Norte hacía un año sin ser escoltado por algún guardia.
Y para su sorpresa, estaba la mirada en los ojos de los guardias de la prisión, que mostraba un leve indicio de respeto.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
Un guardia golpeó en la puerta del hombre, sostenía una bandeja en sus manos.
—Señor Galindo, le traigo su comida.
—Está bien, déjala ahí.
El hombre ni siquiera se molestó en levantar la cabeza, mientras jugaba con una Desert Eagle en sus manos. En menos de un minuto, él desensambló el arma y la volvió a armar a la perfección. La velocidad de sus manos era tal, que sería casi imposible vencerlo; incluso para el personal militar.
—¡Es su último día en la Prisión Carmesí del Norte, Señor Galindo!
El guardia bajó la bandeja, pero no se fue.
—¿Pasó un año?
Al fin, el hombre levantó su cabeza y reveló su semblante. Parecía ser muy joven, apenas en sus veintes, él estaba un poco bronceado. Lo único intimidante en él eran sus ojos, que eran como cuchillas filosas y frías carentes de emociones.
—¡Sí! —asintió el guardia.
El director ya viene de regreso del extranjero, aterrizará en una hora.
—¿Por qué viene? —El hombre levantó sus cejas un momento.
—Viene solo para despedirse.
El director de la Prisión Carmesí del Norte había dirigido el lugar por décadas, pero nunca vio salir a alguien. En este lugar, él era tratado como un ser divino y lo dirigía como si fuera un rey supremo.
Nadie se atrevía a contradecirlo, mucho menos a desafiarlo. No obstante, en este momento, se apresuraba a regresar del extranjero solo para despedirse. El hombre se burló, su mirada era mordaz.
—¡Ah! Verme salir, ¡para nada! ¡Creo que quiere verme dejar este lugar con sus propios ojos! Mientras yo continúe en la Prisión Carmesí del Norte, no estará tranquilo.
»Dile que no necesita venir a verme, si se tarda más de media hora. En ese caso, ¡qué regrese por donde vino!
Después de decir eso, movió una mano con desdén y ya no le prestó atención al guardia de la prisión.
—¡Comprendo, Señor Galindo!
Bajando la cabeza, el guardia se fue. Poco después, al fin el hombre bajó la Desert Eagle en sus manos, su mirada se perdió un poco.
«Es cierto, el tiempo vuela. Un año pasó en un abrir y cerrar de ojos. ¡Parece que es tiempo de que me vaya de este lugar infernal!».
Media hora después, un hombre de mediana edad en uniforme militar caminó hacia la prisión. Al momento en que entró en el ruidoso lugar, este quedó en completo silencio. Ya no se pudo escuchar ni un solo sonido.
Los presos, que por lo general eran salvajes y violentos, actuaron como si vieran algo terrible frente a ellos. Estaban tan petrificados que ni siquiera se atrevieron a mover un solo músculo. ¡Esa persona no era otra que el director de la Prisión Carmesí del Norte!
Justo en ese momento, él, con mucha cautela, golpeó la puerta de la celda número cero.
—Llego a tiempo, ¿o no Señor Galindo?
El director se quedó afuera, no se atrevía a entra sin permiso.
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