Los ojos de Santiago se volvieron rojos al instante, como si una llama lo consumiera por dentro. Aún con el poco juicio que le quedaba, tomó a Bea y la acomodó con cuidado en el sofá cercano. Luego, de un brinco, se puso de pie.
Su figura alta y oscura se cernió sobre Sofía, y por un momento, a ella le pareció que la luz de la sala se apagaba.
—¿Sofía, de veras piensas que soy tan fácil de manipular?
De repente, Santiago le apretó la mandíbula con la mano, obligándola a mirarlo. La piel suave y delicada de Sofía tembló bajo sus dedos, pero el gesto no logró suavizar el gesto duro de él.
—Desde hoy, puedes entrar y salir de Villas del Monte Verde como quieras. Pero si vuelves a intentar escapar, no me importará gastar todos los recursos que tenga para traerte de vuelta. Y cuando eso pase… olvídate de tu libertad.
Su tono sonó seco, cortante, como una aguja que se enterraba directo en la sien de Sofía.
Ella apenas pudo abrir la boca, retrocediendo como si hubiera recibido una descarga.
Santiago… ¿de verdad quería encerrarla?
La amenaza la recorrió de pies a cabeza, haciéndola temblar de miedo. La piel se le erizó y por un segundo sintió un escalofrío que le heló la sangre.
Santiago notó el pánico en el rostro de la mujer. Por dentro, algo en él dudó, pero su expresión siguió tan rígida como una piedra.
Sin embargo, algo dentro de Sofía estalló como un volcán. Una furia ardiente le subió al pecho, tan viva que no pudo contenerse.
—¡Paf!—
Sin pensarlo, Sofía, con los ojos humedecidos por la rabia, levantó la mano y le dio una bofetada a Santiago, tan fuerte que el sonido retumbó en la sala.
La luz que caía desde el techo le marcó aún más las facciones a Santiago, haciéndolo ver casi esculpido, pero para Sofía ya no había nada atractivo en él. Solo quedaba su odio.
—¡Esto es secuestro! ¡Es ilegal! —gritó, la voz desgarrada.
Santiago se llevó la mano a la mejilla, girando un poco la cabeza sin que se le notara la expresión. Pero en cuanto las palabras de Sofía terminaron de resonar en el aire, él soltó una risa baja, casi sin emoción.
Giró despacio el rostro para mirarla directamente, los ojos duros y tercos.
—Somos esposos, Sofía. Has intentado irte una y otra vez.
Sus ojos, enrojecidos y llenos de venas marcadas, no se apartaron de ella, como si toda su obsesión y locura se revelaran en ese instante.
El corazón de Sofía se encogió, dudando por un segundo si el hombre enfrente seguía siendo Santiago o si se había convertido en alguien irreconocible.
Ambos se separaron bruscamente. Los labios de Sofía, antes tan pálidos, ahora se veían de un rojo intenso.
Pero Santiago, lejos de arrepentirse, se quedó viéndola, obsesionado con la imagen de su boca.
Sofía estaba furiosa, humillada, sintiéndose usada y traicionada. Para ella, Santiago era un miserable, lo peor que le pudo haber pasado.
—¡Solo somos esposos en papel! ¿Con qué derecho me besas? —reviró Sofía, el pecho apretado por la rabia y la impotencia. Se tragó las lágrimas, negándose a llorar delante de él.
Y de pronto, soltó una carcajada amarga.
—¿Sabes qué, Santiago? Todo esto lo haces por despecho, ¿verdad? ¿Te molesta pensar que yo y Alfonso tenemos algo, y ahora quieres recuperar tu dignidad de esposo? ¿Eso es lo que te duele?
La sonrisa en sus labios era pura burla, un dardo envenenado directo al orgullo de Santiago.
Él frunció el ceño, queriendo decir algo, pero Sofía lo interrumpió de golpe.
—No te voy a perdonar jamás. Y te juro que, cueste lo que cueste, voy a conseguir el divorcio.
Las palabras de Sofía cayeron como una maldición, como un puñetazo directo al corazón de Santiago.

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