Alrededor, las demás trabajadoras de limpieza se acercaron, y al ver la situación, le lanzaron miradas llenas de compasión a Sofía. Esa montaña de basura no tenía nombre ni apellido, y menos podía hablar por sí misma. ¿Cómo iba a demostrar Sofía que no era suya?
Para ellas, Sofía ya había perdido sin siquiera empezar.
En poco tiempo, un grupo considerable siguió a Sofía y Carolina hasta la calle.
La misma calle de ayer. Junto a la zona ajardinada, colillas, bolsas de plástico y servilletas sucias formaban un revoltijo de basura bien visible entre las plantas. El olor era tan fuerte que cualquiera tenía que taparse la nariz.
Sofía no resistió y levantó la mirada hacia Franco. Él estaba parado detrás de Carolina, con el pecho inflado de arrogancia y ni un asomo de remordimiento en la cara, como si nada de todo eso tuviera que ver con él.
Sofía bajó la mirada.
—Yo no reconozco esa basura como mía.
—¿Qué? ¡Las pruebas están ahí! ¿De verdad crees que solo con decir que no es tuya ya te vas a librar? —Carolina se cruzó de brazos, y de sus ojos se escapaba un destello desdeñoso.
Si Carolina hubiera querido, podría haberla castigado directamente usando su posición. Sofía ni siquiera habría tenido la oportunidad de defenderse. Todo ese teatro era solo para que las demás vieran que había justicia.
Pero Sofía soltó:
—Tengo testigos.
—¿Testigos? ¿Dónde? —Carolina giró la cabeza burlona, mirando alrededor.
¿Testigos? ¿Quién? ¿Alguna de esas señoras que trabajan bajo sus órdenes? Carolina casi se echa a reír en su cara.
Sofía jugaba con los dedos, la ansiedad le apretaba el pecho.
¿De verdad aparecería la anciana?
Mientras lo pensaba, un carro de lujo se detuvo justo al borde de la banqueta. Bajó una mujer vestida como empleada doméstica, que con mucha formalidad ayudó a bajar a una anciana.
—Matriarca, ¿es esa la trabajadora de limpieza de la que habló?
—Sí, es ella.
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