Santiago apretó lentamente los puños a los costados de sus piernas, soltó el aire de golpe y sus ojos se oscurecieron como si guardaran todos los secretos del fondo de un pozo.
¿De verdad esa mujer pensaba que después de buscarlo podía deshacerse de él tan fácilmente?
Ya no le importaba si esta vez Sofía actuaba así porque acababa de salir de la cárcel, con el corazón hecho pedazos, o si todo era uno de esos juegos suyos de hacerse la difícil. Su paciencia para con ella ya había llegado al límite.
No tenía tiempo ni ganas de andar viendo cómo complacer a una mujer.
...
Sofía no tenía idea de lo que acababa de pasar en los pisos altos del Grupo Cárdenas. Después de colgar el teléfono, sentía como si una piedra enorme le oprimiera el pecho.
En los últimos días, la vida de Santiago y la suya se habían enredado cada vez más. Eso la ponía de los nervios.
Bajó la mirada hacia Bea, quien dormía tranquila en sus brazos, y su expresión se volvió más seria.
Bea era su razón de vivir. Jamás permitiría que Santiago descubriera la existencia de ella o de su hija.
Sofía respiró hondo, luchando para tranquilizarse. Tomó la mano diminuta de Bea, que tenía cerca de la boca.
Ya iba siendo hora de darle de comer. Seguro Bea tenía hambre.
Se puso de pie y fue directo al mueble donde guardaba la leche en polvo. Pero al abrir el bote, se dio cuenta de que apenas quedaba una capa delgada en el fondo.
Sofía suspiró y volcó hasta la última pizca.
El gasto de Bea no era poca cosa.
Aunque siempre compraba la leche en polvo de la marca más económica que encontraba, igual no era nada barata.
Le pesaba no poder darle a Bea una vida mejor.
Sin embargo, haciendo cuentas, dentro de unos días le pagarían el sueldo.
Ese pensamiento le devolvió algo de ánimo.
Aunque ya no tendría la vida cómoda o glamorosa de antes con Santiago, estaba convencida de que Bea sería feliz a su lado.
Su hija y ella se acompañarían siempre, pasara lo que pasara.
Bea ya se había quedado dormida en sus brazos hacía un buen rato.
Sofía también se sentía agotada. Decidió aprovechar ese raro día libre para dormir una siesta larga.
Acababa de ponerse ropa cómoda y se metía a la cama cuando tocaron la puerta, primero suave y luego con un ritmo que le pareció conocido.
Sofía abrió y se encontró con Teresa, la cara roja por el sol.
Teresa tenía la frente llena de sudor y parecía inquieta, pero al ver los ojos claros y húmedos de Sofía, se quedó callada, echando un vistazo al interior y preguntando en voz baja:
—¿Bea ya se durmió?
—Sí, ya cayó —respondió Sofía, notando la incomodidad en el rostro de su compañera—. ¿Qué pasa, Teresa?
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Valiente Renacer de una Madre Soltera