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Espejismos de Amor romance Capítulo 1

Al cerrar la puerta del carro, todo el bullicio quedó atrás, como si el mundo entero se apagara por un instante.

Keira Sorio no podía apartar la mirada del diagnóstico de cáncer hepático que sostenía en sus manos. Sus ojos, grandes y almendrados, se humedecieron, mientras la hoja temblaba entre sus dedos, arrugada por la intensidad de su agarre.

El médico había sido claro: había dejado pasar el mejor momento para operarse. Su vida, según él, solo tenía seis meses más por delante.

Ese día, la escuela organizaba una actividad para padres e hijos. De manera inesperada, Alberto Lemus le avisó que debían ir juntos.

Alberto, quien desde joven fue una figura inalcanzable entre la alta sociedad, se había convertido en su esposo. Llevaban siete años de casados.

En todos esos años, con su actitud siempre distante y altiva, Alberto jamás la había llevado a ningún evento público.

Si esta noticia le hubiera llegado antes, probablemente habría sentido una felicidad desbordante, imposible de contener.

Incluso la señora que trabajaba en casa, al enterarse, se mostró entusiasmada y le comentó con alegría:

—Señora, esto quiere decir que el señor por fin va a presentarla ante todos como su esposa.

Nadie sabía que, desde que Keira descubrió el secreto de Alberto, llevaba mucho tiempo preparando su divorcio en silencio.

En realidad, ella no pensaba asistir al evento escolar. Pero no quería ver a su hijo, Daniel Lemus, decepcionado.

Podía fingir que no le importaba Alberto, pero no podía hacer como si no le importara ese hijo que había llevado en el vientre durante nueve meses.

Keira llegó corriendo a la escuela. Sacó un trozo de papel de su bolso y, con letra delicada, escribió un mensaje, que pasó con amabilidad al guardia de la entrada.

[Hola, soy la mamá de Daniel, del primer grado, grupo tres. Vengo a la actividad de padres e hijos, ¿me puede abrir la puerta por favor?]

Ese día, eligió con esmero una blusa de gasa con pliegues, se recogió el cabello de manera sencilla y, después de mucho tiempo, se puso los aretes de perla que Alberto le había regalado.

Su belleza era serena, sencilla, pero ese toque casual la hacía ver más cálida y encantadora.

Sabía bien que los niños siempre querían ver a sus mamás bonitas cuando iban a la escuela.

El guardia la miró de arriba abajo, arqueando una ceja.

—¿No puedes hablar? —preguntó, sin rodeos.

Keira le sonrió y asintió.

No era muda de nacimiento. Desde aquel año en que sufrió un trauma fuerte, desarrolló una afasia y ya se había acostumbrado a ese tipo de preguntas.

El guardia sacó la hoja de asistencia, la revisó y luego volvió a examinarla con detenimiento.

Era una mujer guapa, pensó, pero qué lástima que no pudiera hablar.

El tono del guardia se volvió más duro.

—Los papás de Daniel ya entraron. ¿Por qué andas diciendo que eres la mamá? ¿Crees que puedes venir a suplantar así nada más?

Keira frunció el ceño y rápidamente escribió en el papel: “Daniel es mi hijo, no tengo por qué suplantar a nadie”.

El guardia, molesto, le mostró la lista de firmas, señalando la columna junto al nombre de Daniel.

—¡Mira bien!

Keira dirigió la mirada a la hoja. Al ver los nombres en la sección de padres, sintió que el corazón se le encogía.

Al regresar a la casa, un dolor agudo la atravesó el abdomen.

El médico le había advertido que el hígado no tiene terminaciones nerviosas; cuando el dolor llega, es porque ya es tarde.

Keira sacó el celular, pensando en buscar información sobre su enfermedad, pero se dio cuenta de que se había apagado por falta de batería.

Conectó el cargador y, al encenderlo, notó que el grupo de padres de familia estaba saturado de mensajes.

Vio el ícono de más de 99 notificaciones y entró a revisar.

En las fotos y videos enviadas, Daniel tenía amarradas unas cintas rojas en los tobillos, que lo ataban a Alberto y a Rosario.

Daniel sonreía con todo el brillo de su inocencia.

Alberto, que rara vez mostraba alguna emoción, tenía los labios curvados en una expresión suave y sus ojos negros reflejaban una calidez inusual.

Alto, de porte elegante, con rasgos marcados y profundos, su cabello oscuro resaltaba la intensidad de su mirada. Hasta sus gestos transmitían esa aura de distinción que siempre lo había hecho irresistible.

Keira recordaba cómo se había enamorado de él desde el primer instante en que lo vio lleno de confianza en el mundo de los negocios, y cómo se había ido perdiendo en ese amor.

Pero, ¿cuánta de esa ternura en sus ojos le había pertenecido a ella?

Rosario, por su parte, llevaba un vestido sencillo de colores claros, su piel blanca como la leche, transmitía una delicadeza y un aire de inteligencia y clase que no podía disimular.

En el video, cuando los tres tropezaron por estar atados de los tobillos, Alberto —que casi nunca mostraba sus emociones— la sujetó de la cintura con una preocupación visible en sus rasgos.

No solo había ese video. También circulaban muchas fotos captadas en el momento.

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