[Los papás de Daniel sí que parecen sacados de una novela: él es todo un galán y ella luce radiante.]
[Totalmente, el papá está guapísimo, la mamá es lindísima, con razón Daniel salió tan atractivo.]
[La verdad, esta familia de tres da pura envidia, cualquiera quisiera tener lo que ellos.]
Keira leyó esos comentarios uno tras otro, y ya no sentía ni una pizca de emoción. Lo único que le quedaba era una punzada de lástima por la mujer que fue antes, esa que lo dio todo sin esperar nada a cambio. Sus ojos se llenaron de un ardor amargo, y unas lágrimas se arremolinaron en los bordes, rehusándose a caer.
El dolor en el vientre se intensificó, y una capa de sudor frío le empapó la frente.
La empleada, Rebeca, notó que Keira se veía mal y se acercó preocupada.
—Señora, ¿se siente mal? ¿Quiere que la lleve al hospital?
Keira negó con la cabeza y, con el celular en mano, escribió: [Estoy bien, solo necesito descansar un rato.]
—¿De verdad está segura?
Keira asintió, insistente.
Se puso de pie, fue a la cocina por un vaso de agua y se metió al cuarto. Sacó del bolso las pastillas que el doctor le había recetado para el tratamiento conservador y, siguiendo las instrucciones, tomó unas cuantas.
Dejó el vaso en la mesa y levantó la mirada hacia la pared, donde colgaba su única foto de bodas.
Era una versión ampliada de la foto que tomaron el día que firmaron el acta de matrimonio.
Keira siempre quiso una sesión de fotos profesional para exhibir en su casa, pero Alberto le salió con que no le gustaba posar. Le dijo que si tanto quería una foto, que agrandara la del registro y ya. Así que, después de siete años de casados, esa era la única imagen juntos que tenían.
Justamente hoy, él se había tomado decenas de fotos con Rosario.
No era que a Alberto no le gustara salir en fotos, solo que nunca quiso tomarse una con ella. Aun así, Keira aceptó esas mentiras ridículas durante años, engañándose a sí misma.
Pero esa noche, decidió que todo ese teatro tenía que terminar. Le diría a Alberto que quería el divorcio. Ya no iba a fingir.
El reloj marcaba las diez de la noche cuando escuchó el rugido del motor de un carro afuera.
Al poco rato, Rebeca gritó desde la entrada:
—Señora, el señor y el niño ya llegaron.
Keira sintió que le temblaban las pestañas y salió del cuarto, lista para pedir el divorcio. No pensaba mencionar el cáncer de hígado. A fin de cuentas, aunque se lo dijera, dudaba que a él le importara. No estaba dispuesta a humillarse más.
Alberto entró empujando dos maletas, caminando con esa elegancia y seguridad que siempre lo caracterizaban. El traje a la medida se ajustaba perfectamente a su figura esbelta, resaltando su porte apuesto. El gris plateado de la tela brillaba bajo la luz, dándole un aire sofisticado.
Con el mentón apenas levantado, Alberto recorrió la sala con la mirada hasta detenerse en Keira. Ella estaba especialmente bonita esa noche, con una blusa dorada que resaltaba su piel clara. Durante el viaje de trabajo, más de una vez había pensado en lo mucho que extrañaba esa suavidad en ella.
Por una vez, su expresión dura se suavizó. Sus ojos, oscuros como la noche, no se apartaron de Keira mientras hablaba con una voz suave y controlada.
—Tenemos visita, prepara una habitación de invitados.
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