Mientras Ariadna luchaba con su frustración social, Damián Acosta se enfrentaba a un tipo de frustración muy diferente: la intelectual. Habían pasado semanas desde la milagrosa recuperación de Mateo, y la investigación sobre la "curandera" anónima no había avanzado un solo milímetro. Se había convertido en un punto ciego en su mundo, que por lo demás estaba perfectamente ordenado y bajo control. Su equipo de seguridad, compuesto por algunos de los mejores talentos del mundo, estaba perplejo. Habían seguido cada pista posible hasta agotarla. El repartidor no recordaba nada útil. La motocicleta fue abandonada y no tenía ninguna huella. El dinero, probablemente, ya había sido lavado a través de una docena de intermediarios. La figura que buscaban era, para todos los efectos, un fantasma.
Una noche, Damián estaba solo en su oficina, un espacio amplio y minimalista en el último piso de la Torre Acosta. En la enorme pantalla de la pared, no había gráficos de la bolsa ni informes de proyectos, sino un diagrama de flujo que detallaba la operación del antídoto. Cada paso, cada detalle conocido, estaba conectado. Era una red de información escasa y frustrante. Se levantó de su silla y se acercó a la pantalla, con un vaso de whisky en la mano. Trazó la línea desde el "mensaje inicial" hasta la "entrega" y el "resultado". La lógica era impecable. La ejecución, perfecta. No había errores, ni cabos sueltos. Era la obra de una mente tan metódica y disciplinada como la suya, pero que operaba con un conjunto de reglas completamente diferente.
—No es un criminal común —dijo en voz alta, el sonido de su propia voz rompiendo el silencio—. No hay ego. No hay rastro. Solo un objetivo y una ejecución limpia.
Lo que más le intrigaba no era el conocimiento médico, aunque era asombroso. Era la psicología detrás de la operación. La "curandera" no había pedido una donación, no había filtrado su descubrimiento a la prensa para buscar fama. Había establecido un precio, uno increíblemente alto, como si se tratara de una adquisición hostil. Era un lenguaje que él entendía a la perfección: el lenguaje del poder. Esta persona no solo sabía cómo curar lo incurable, sino que también entendía el valor y la dinámica del poder. No quería gratitud, quería capital.
Esta realización cambió la naturaleza de su búsqueda. Ya no buscaba a un simple científico o a un médico. Buscaba a un estratega. Alguien que, como él, veía el mundo como un gran tablero de ajedrez. Se sentó de nuevo, observando la ciudad iluminada debajo de él. Una sensación extraña, una que no había sentido en años, se apoderó de él. No era solo obsesión; era respeto. Un profundo y reticente respeto por un adversario que ni siquiera conocía. Se imaginaba las conversaciones con esa persona. No serían sobre medicina, sino sobre estrategia, sobre riesgo y recompensa. Se encontró deseando no solo desenmascarar a su adversario, sino sentarse frente a él, o ella, y entender cómo funcionaba su mente. Y eso, más que cualquier otra cosa, lo impulsaba a seguir buscando. Quería conocer a la mente que había logrado lo imposible: ganarle una partida sin siquiera sentarse a la mesa.
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