La siguiente visita de Ximena al hospital comenzó como todas las demás. El olor a antiséptico, el murmullo constante de las conversaciones en los pasillos, el saludo familiar de las enfermeras. Entró en la habitación de Doña Elena con una bolsa de lichis frescos, sabiendo que eran sus favoritos. La encontró dormida, su respiración era tranquila y acompasada. Ximena se sentó en la silla junto a la cama, observando los números en el monitor de signos vitales. Todo parecía estable. Se permitió un momento de paz, un lujo poco común en su vida actual. Sin embargo, esa calma se rompió abruptamente. El monitor cardíaco emitió un pitido agudo y errático, y la línea que mostraba el pulso de Elena comenzó a dibujar picos y valles alarmantes. La saturación de oxígeno de la anciana empezó a caer en picada.
Ximena se puso de pie de un salto, sus sentidos en alerta máxima. Presionó el botón de llamada de emergencia. En menos de un minuto, una enfermera entró corriendo, seguida de cerca por el médico de guardia, un hombre de mediana edad con aire de superioridad llamado Dr. Morales.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó el doctor, mirando los monitores con el ceño fruncido.
—Es una arritmia severa, su presión está cayendo y no responde —informó Ximena, su voz era un témpano de calma en medio de la creciente crisis.
El Dr. Morales la miró con condescendencia. —¿Y usted es?
—Soy su nieta. Estaba aquí cuando empezó.
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