Damián Acosta caminaba por el impecable y silencioso pasillo del ala de pediatría del Hospital Ángeles. Su sobrino Mateo había sido dado de alta hacía semanas, pero hoy tenían una cita de seguimiento con el jefe de neurología. Mateo correteaba delante de él, lleno de una energía que Damián creía que nunca volvería a ver. Mientras esperaba fuera del consultorio, su teléfono vibró. Era su jefe de seguridad, con otro informe inútil sobre la "curandera". No había nada nuevo. Damián colgó con un suspiro de frustración, su mirada perdida en el ir y venir de médicos y enfermeras. Fue entonces cuando la vio.
Al otro lado del pasillo, cerca del área de geriatría, una mujer estaba de pie hablando con una enfermera. No era su belleza lo que le llamó la atención, aunque era innegable. Era su porte. Había una quietud en ella, una economía de movimientos y una autoridad natural que no encajaba con el entorno. Vestía de forma sencilla pero elegante: unos pantalones negros, una blusa de seda y el pelo recogido en una coleta pulcra. Escuchaba a la enfermera con una concentración total, y cuando respondió, aunque Damián no podía oír sus palabras, vio cómo la enfermera asentía con un respeto que normalmente se reservaba para los médicos jefes.
Hubo un momento en que ella giró la cabeza ligeramente, y su perfil quedó iluminado por la luz que entraba por un ventanal. Damián sintió una extraña sacudida, una sensación de familiaridad que no pudo ubicar. No la conocía. Estaba seguro de ello. Recordaba cada rostro importante con el que se había cruzado en su vida. Pero algo en su expresión, una mezcla de inteligencia afilada y una profunda reserva, le resultó magnético. La observó durante un par de minutos, intrigado. Vio cómo le entregaba un sobre a la enfermera y luego se dirigía a una de las habitaciones.
La puerta del consultorio se abrió y el médico llamó a Mateo. Damián apartó la vista, la imagen de la mujer todavía grabada en su mente. Durante la consulta, mientras el médico le aseguraba que la recuperación de Mateo era total y médicamente inexplicable, Damián no podía dejar de pensar en ella. Era una presencia anómala, una variable inesperada en un entorno que conocía bien. No sabía por qué, pero sentía que esa mujer no era una simple visitante. Había una historia detrás de esa calma, una fuerza que se traslucía en su postura. Por un instante, una idea absurda cruzó su mente: la imagen de la mujer se superpuso con la figura fantasma de la "curandera". La desechó de inmediato. Era ridículo. Su mente, desesperada por encontrar un patrón, estaba viendo fantasmas. Una simple coincidencia. Pero la impresión que le había causado era innegable, un eco en el fondo de su mente que se negaba a desaparecer.
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