"Irina"
Bajé del carro bajo la mirada atenta de Leonel, entré en esa fila enorme que se extendía paralela al muro de la prisión y hasta creí que me desmayaría. Hasta no sería mala idea sentirme mal solo para salir de ahí. Miraba a ese montón de gente amontonándose ahí para entrar a ese lugar decadente y me costaba creer que la gente realmente hiciera visitas en este lugar.
Eran apenas cuatro o cinco hombres, varios niños y muchas mujeres, mujeres mayores, algunas señoritas, sosteniendo bolsas enormes. La fila continuaba creciendo detrás de mí y era tan deprimente que casi salí corriendo de ahí.
—Ay, mi hija, no vas a poder entrar con ese zapato. —La señorita que estaba detrás de mí habló y me volteé.
—¿Y por qué no? —Quise saber.
—Porque no entra nada de metal y ese zapato tiene metal por dentro. ¿A quién viniste a visitar? —Esa señora me preguntó. La miré bien, parecía tan pobrecita y tan vieja que hasta me dio pena y terminé respondiendo.
—A mi hija. —hablé únicamente.
—Ah, los hijos... uno trata, enseña, los pone en buen camino, pero luego, a veces se olvidan de todo y se van por el lado equivocado. Yo también vine a ver a mi hija. Mamá de este muchachito aquí. —la señora señaló al adolescente a su lado.
—¿Y ella está aquí hace mucho tiempo? —terminé conversando con la viejita para pasar el tiempo. También sería mejor estar cerca de alguien que conociera ese lugar.
—Tres años y todavía va a estar mucho más. Se metió con un hombre y por él hizo lo que hizo. Y ni siquiera pisó aquí para visitarla. ¿Está viendo? Ni los papás vienen a visitar a las hijas, esposo entonces, casi nunca, solo las mujeres están dispuestas a no abandonar a quien aman en este tipo de lugar. —habló la señora y entendí por qué tan pocos hombres estaban ahí.
—Bueno, creo que me voy, ya que no voy a entrar con estos zapatos. —comenté ya preparándome para salir de la fila.
—No, mi hija, no puedo dejarte irte sin ver a tu hija. Mijito, dale tus chancletas a la señora y ve rápido a casa a buscar otras. —la señora le habló al adolescente que inmediatamente se quitó las chancletas de hule.
Miré aquello con cierta desesperación, no quería entrar a ese lugar, pero tampoco quería ponerme esas chancletas en mis piececitos delicados. Solo que era casi imposible rechazar a esa señorita con cara de sufrimiento.
—No, señora, no se preocupe, regreso la semana que viene. —hablé, pero estaba irreductible y negaba con la cabeza vigorosamente.
—No, no me voy a quedar tranquila si usted se tiene que ir sin ver a su hija. Póngase las chancleteas, póngaselas. Ayude a la señora, mijito. —habló y ni esperó que respondiera, me agarró del codo y el muchacho ya se había agachado para quitarme el zapato y ponerme la chancleta en el pie.
Me estaba sintiendo en una pesadilla, con mis pies tan delicados sobre una chancleta de hule en ese lugar horrible.
—Mire, y esa bolsota tampoco entra, tome solo su identificación, mijito entregue la bolsa y el zapato al señor de ese carro elegante. Y puede quitarse los colgajos también, hasta los aretes. Ande, mi hija, sea más rápida porque ya van a abrir el portón. —habló la señora y me agitó.
Mecánicamente abrí la bolsa, saqué mi identificación y empecé a quitarme mis joyas y echarlas dentro de la bolsa, se la entregué al muchacho, que salió corriendo, como si me estuviera robando y hasta pensé en gritar, pero antes de que abriera la boca el muchacho ya le entregaba la bolsa y los zapatos a Leonel por la ventanilla del carro.
Cuando se abrió el portón el niño ya estaba al lado de la abuela otra vez, sosteniendo esa enorme bolsa. Y no aguanté la curiosidad.

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