Tuve que levantarme temprano para comenzar el tratamiento. Frederick no estaba por ningún lado.
Una vez que llegó el enfermero, me colocó una vía con antibióticos. Pensé que el doctor Bennett se haría cargo, pero al parecer, es por mi comodidad, ya que entre doctores y enfermeros, los enfermeros son mejores colocando vías.
Estuvimos él y yo, solos, por un largo rato, hasta que el suero se acabó. Aunque, en realidad algo me decía que no estábamos solos, podía sentir las cámaras de seguridad picando mi cuerpo.
Algo que si noté, es que el enfermero no me miraba a los ojos.
—Y… ¿Cómo te llamas? —pregunté.
Silencio.
—¿Trabajas con el señor Bennett? —Otra pregunta que fue contestada con un amargo silencio.
¿Le habían ordenado no hablarme o era así de antipático por naturaleza?
—¿Cuántas veces tenemos qué hacer esto? —Agité la mano, moviendo la intravenosa.
—Tres veces a la semana —suspiró, pasando página a la revista que estaba leyendo.
Bueno, al menos respondía mis preguntas respecto al tratamiento.
—¿Por cuántas semanas?
—Dos semanas —respondió de mala gana—. La analizarán y si está estable, le harán la biopsia. Cuando tengan los resultados, se decidirá si se continúa con el tratamiento de la gastritis o le damos prioridad a otro tratamiento.
Me llevé las manos al abdomen. Las probabilidades de que fueran cáncer me atormentaban. Quería que fuera cualquier enfermedad menos esa, le tenía terror.
Una vez que el tratamiento terminó, quedé sola en aquel piso, con Cenizas como única compañía. Pasamos el día él y yo, acostados en la cama. Creo que llevaba un año sin descansar de esta manera.
A las cuatro de la tarde, Frederick hizo aparición. Estaba vestido de traje, mientras yo continuaba con una pijama.
—Un colorista vendrá mañana para que te quites ese horrible tinte de la cabeza —sentenció, recorriendo mi cuerpo con sus ojos azules. Su mirada fue a Cenizas, que estaba acostado en forma de croissant al otro lado de la cama—. Y baja a ese animal de la cama. Pediré que vengan a cambiarte las sábanas.
—No —respondí al instante.
—No vas a llenar la cama de pelo de gato —habló con determinación.
—No, no me refería a eso —Mis manos fueron a las puntas maltratadas de mi cabello rojo artificial—. No me cambiaré mi color de cabello. ¡Ni en un millón de años!
Podría estar encerrada en esta mansión sin ser vista, pero de todas formas, me sentía más segura con este color, porque no solo me escondía de los demás, también me escondía de mí. Aquella Charlotte Darclen murió el día del juicio, pero Frederick se afincaba en recordarme quien era yo, quién era mi familia y lo que hizo.

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