Clínica Aurora, la suite presidencial.
Luz tenue, el aroma a lavanda y sándalo flotando en el aire.
Sofía de la Torre, una de las mujeres más fotografiadas de la alta sociedad, se miraba en un espejo de mano con los ojos llenos de pánico.
—Mi cara… está arruinada.
Su voz era un susurro quebrado.
La piel de su rostro, normalmente impecable, era un mapa de enrojecimiento y descamación. El resultado de un tratamiento láser fallido en una clínica de Miami. Rosácea aguda. Un desastre.
—Señora De la Torre, por favor, respire conmigo.
Alejandra Serrano se acercó, su voz una melodía suave y calmada que parecía tener un efecto inmediato.
No llevaba la típica bata blanca de esteticista, sino un elegante vestido de lino color marfil. Sus manos se movían con una gracia hipnótica.
—Lo que la tecnología destruye, la naturaleza puede repararlo.
Sofía la miró con escepticismo.
—¿Sin máquinas? ¿Sin químicos? Todos los dermatólogos que he visto…
—Yo no soy dermatóloga —interrumpió Alejandra con una sonrisa serena—. Soy artesana.
Sobre una mesita de mármol reposaba un mortero de obsidiana negra, pulido hasta brillar como un espejo.
Dentro, Alejandra depositó un puñado de pétalos de caléndula frescos y un trozo de corteza de tepezcohuite.
Comenzó a machacarlos con un mortero del mismo material. El sonido rítmico y terrenal llenó el silencio de la habitación.
Añadió unas gotas de un aceite dorado de una pequeña botella sin etiqueta.
—Son las recetas de mi abuela —explicó, sin dejar de moler—. Ella creía que la piel tiene memoria. Y que las plantas saben cómo hablarle.
En ese momento, una asistente se asomó discretamente por la puerta.
—Directora, el señor Montenegro ha llamado. Por segunda vez. Pregunta si ya ha terminado con… la clienta importante.
La expresión de Alejandra no cambió.
—Dile que casi termino.

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