La puerta de la suite se abrió justo cuando Sofía de la Torre se marchaba, envuelta en una nube de gratitud y perfume caro.
Jorge Montenegro entró.
Alto, con un traje a la medida que gritaba poder y dinero. Su presencia llenaba la habitación, absorbiendo todo el oxígeno.
Pasó junto a Alejandra sin mirarla.
Su saludo no fue para ella.
—Susana, el reporte de ingresos del día, por favor.
La asistente, que había entrado detrás de él, se sobresaltó.
—En seguida, señor Montenegro.
Jorge se detuvo junto a la consola de recepción, sus ojos grises escaneando la pantalla de la agenda con una eficiencia depredadora.
Alejandra seguía de pie en medio de la sala, la invitación de Sofía todavía caliente en su mano.
—Hola, Jorge.
Él levantó la vista de la pantalla, pero su mirada pasó por encima de ella, fría y distante.
Sus ojos se detuvieron en el nombre de la última cita.
—Sofía de la Torre.
Una media sonrisa, calculadora y satisfecha, se dibujó en sus labios.
Finalmente, la miró.
—Buen trabajo. La señora De la Torre es íntima amiga de la esposa del gobernador. Esto nos dará una publicidad excelente.
Su tono era el de un gerente felicitando a una empleada por superar sus objetivos de venta.
Un nudo se formó en el estómago de Alejandra.
Forzó una sonrisa.
—Fue un placer ayudarla. Estaba muy angustiada. Y es muy amable, de hecho, me…
Levantó la mano que sostenía la invitación dorada, intentando compartir su pequeño triunfo personal.
Alejandra tragó saliva.
—Oh. De acuerdo.
Él asintió, todavía sin mirarla, y se dio la vuelta para marcharse.
Se detuvo en la puerta, como si acabara de recordar algo.
Ella esperó, una pequeña y tonta esperanza revoloteando en su pecho.
—Dile a cocina que te preparen lo que quieras —dijo, su mirada todavía fija en el celular—. Cárgalo a la cuenta de la suite.
Y se fue.
La puerta se cerró con un clic suave y definitivo.
Alejandra se quedó sola en la suite, el aroma a hierbas y tierra ahora mezclado con el rastro de la colonia cara de su esposo.
Bajó la mirada a sus manos.

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