Apenas amanecía cuando Raúl regresó a la casa.
Aitana se apresuró a salir a su encuentro.
—Señor, ya era hora que volviera —dijo con alivio—.
Raúl miró hacia la puerta de la recámara principal; en sus ojos se notaba la preocupación.
—¿Cómo sigue ella? ¿Está mejor?
Aitana soltó un suspiro, resignada.
—Desde ayer a mediodía, la señora no ha probado bocado. Solo tomó las medicinas, pero fuera de eso, ni un sorbo de agua.
El ceño de Raúl se arrugó.
—¿Medicinas?
Al notar la expresión sombría de Raúl, Aitana preguntó con cautela:
—Señor, ¿no fue usted quien le recordó a la señora que tomara la pastilla del día siguiente?
Las manos de Raúl, colgando a los lados, se apretaron con fuerza.
—Ya puedes irte, aquí me encargo yo.
Aitana se quedó parada, dudando.
—Señor, yo sé que solo soy una empleada, pero los he visto crecer juntos. Esas pastillas lastiman el cuerpo, y aunque la señora sea joven, tantos descuidos acaban pasando factura.
Aitana añadió, con voz baja:
—Le preparé un poco de avena, está en el comedor. Trate de convencerla para que coma algo.
Aitana se fue, y Raúl se quedó inmóvil, los ojos cerrados de agotamiento.
Noelia siempre había querido tener hijos. Incluso tras la boda, por ese deseo, había intentado de todo.
Él, preocupado porque su esposa era aún muy joven y le gustaba divertirse, le pidió en una ocasión que tomara una pastilla del día siguiente.
Desde entonces, cada vez que estaban juntos, él se encargaba de no correr riesgos.
Pero la mañana anterior, llevado por el impulso, olvidó protegerse.
Ahora, Noelia estaba enojada con él. No quería tener un hijo suyo, así que se tomó la pastilla por voluntad propia.
Raúl permaneció un buen rato de pie frente a la puerta antes de entrar a la recámara.



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