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La Otra Mujer Ganó, Pero Yo Me Llevé Todo romance Capítulo 1

La noche tenía un aire irresistible.

Antes de que Cintia Salinas pudiera secarse el cabello, Arturo León se acercó por detrás, la abrazó con ansiedad y la llevó directo a la cama.

—Mi cabello aún está húmedo…

Arturo había tomado unas copas esa noche. Se notaba animado, y la besó con tanta intensidad que no dejó espacio para la negativa. No le dio oportunidad de decir nada.

Cintia cayó en el colchón suave, atrapada en un beso que la dejó sin aliento, con las manos entrelazadas fuertemente por él, los dedos apretados uno a uno.

Al poco rato, Arturo liberó una de sus manos, y con dedos largos y cálidos, hábiles por la costumbre, le quitó la bata de dormir color vino que traía puesta.

El cuerpo de Cintia quedó expuesto entre sombras y luces, moviéndose al compás de su respiración, con una belleza tan viva que parecía sacada de un sueño.

Se le encendieron las mejillas de la vergüenza, y en el fondo de sus ojos apareció un brillo seductor.

Cruzaron una mirada. Los ojos de Arturo se oscurecieron, trago saliva con nerviosismo.

Como dice el dicho, la ausencia enciende la pasión. Pronto, el cuarto se llenó de sonidos intensos y cargados de deseo.

No supieron cuánto tiempo pasó hasta que terminaron aquel arranque de locura.

Cintia quedó rendida sobre la cama, con el cabello pegado a las sienes, la mirada perdida.

Levantó la mano y la apoyó sobre el vientre, esbozando una leve sonrisa.

En cuatro años de matrimonio, era la primera vez que él no tomaba precauciones.

Ya fuera por la presión de la familia o porque Arturo por fin había cambiado de parecer, Cintia sentía una alegría nueva en el pecho. Por fin, él quería tener hijos. Por fin, ella podía soñar con convertirse en mamá.

El ruido del agua de la regadera se detuvo de golpe.

Arturo salió del baño con una toalla floja en la cintura, el rostro impasible, y fue directo al vestidor.

Cuando regresó, ya estaba completamente vestido: traje impecable, zapatos negros que brillaban con cada paso. Su presencia imponía respeto y cierta distancia, la de alguien acostumbrado a mandar.

Cintia hizo un esfuerzo por sentarse, aunque el cuerpo le dolía y sentía las piernas débiles. Se preocupó al verlo arreglándose.

—¿Vas a salir a estas horas?

A Arturo no le importó. La miró de reojo, con una indiferencia que dolía.

—Es un día sin importancia.

Cintia sintió que la vergüenza le quemaba el rostro, pero aun así reunió valor para insistir:

—Tú y Elvira terminaron hace cuatro años. Ahora yo soy tu esposa. No puedes dejarme sola para irte con ella.

Arturo no respondió, ni siquiera se molestó en dar una explicación. Cerró la puerta con fuerza y se marchó, dejando la habitación vacía y silenciosa.

Cintia quiso levantarse para ir tras él, pero las piernas no le respondieron.

Se le humedecieron los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. No le salían las palabras.

No era la primera vez que pasaba.

En cuatro años de matrimonio, cada vez que llegaba una fecha especial —incluso en su cumpleaños—, Arturo nunca estaba con ella.

Bastaba una llamada de Elvira, aunque estuviera al otro lado del mundo, para que él cruzara mares y fronteras y no faltara a ninguna cita con la mujer que siempre había sido su verdadero amor.

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