—¿A dónde vas?
Benjamín habló en voz baja, con la mirada fija en ella, intensa y profunda.
Petra contuvo el aliento por un momento.
—¿No decías que te dolía la cabeza y que querías que te la sobara?
Solo entonces Benjamín le soltó la mano.
Petra se incorporó y, justo cuando iba a extender la mano para masajearle la cabeza, él, sin dudarlo, acomodó su cabeza sobre sus piernas, cerró los ojos y murmuró:
—Anda, hazlo.
Petra se quedó muda.
¿De verdad se ponía así de pegajoso cuando bebía?
Con delicadeza, Petra apoyó la mano en la frente de Benjamín y comenzó a masajearle con movimientos suaves. Bajó la mirada y pudo ver de cerca la cara del hombre, recostado sobre sus piernas; el corazón se le aceleró, desbocado. Él mantenía los ojos cerrados y sus pestañas, largas y espesas, resaltaban más de lo habitual.
Parecía haberse quedado dormido, su respiración se volvió tranquila.
Petra se animó a llamarlo en voz baja.
—Señor Benjamín... ¿me escucha?
Él no respondió, ni un movimiento. Dormía de verdad.
Por fin Petra se permitió dejar de masajearle la cabeza; la mano le ardía de lo entumida. La sacudió un poco, sintiendo el hormigueo.
Justo cuando intentaba mover la cabeza de Benjamín de sus piernas, él soltó un quejido de descontento, y Petra se quedó paralizada.
¡Qué complicado era atenderlo!
No por nada el chofer se marchó con una sonrisa tan satisfecha.
Sin otra opción, Petra agarró una almohada y la puso detrás de su espalda, se acomodó y pensó que, en cuanto Benjamín estuviera más dormido, le movería la cabeza.
Pero mientras esperaba, ella también cayó rendida y se quedó dormida.
...
A medianoche.
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