—¿Estás enojado?
Benjamín bajó la mirada, y sus ojos se toparon con los de ella, llenos de un brillo húmedo. Se quedó quieto, sorprendido por ese encuentro.
No respondió, simplemente la observó.
—Benjamín, ¿de verdad estás enojado?
Petra, sin rendirse ante el silencio, volvió a insistir con la esperanza de obtener una respuesta.
—No te enojes, ¿sí?
Benjamín sintió como si una pluma rozara la superficie de su corazón, ese corazón que siempre había mantenido impasible. Una pequeña ola de emoción lo estremeció.
Su voz salió más suave, casi sin notarlo, y le revolvió el cabello con ternura.
—No estoy enojado.
Petra lo miró, notando ese gesto tan suave en su rostro. Guardó silencio un buen rato.
Bueno, seguro estaba soñando.
Solo en sus sueños Benjamín podía tratarla con tanta amabilidad. En la vida real, él nunca se mostraba así de considerado con ella.
Siempre debía andar con cuidado, lidiando con cada trampa que él le ponía en el camino.
Si daba un paso en falso, caía en uno de esos hoyos y provocaba su descontento. Así que tenía que andar con pies de plomo.
Petra se quedó sentada calladita, esperando a que Benjamín terminara de limpiar el desastre que había quedado sobre la mesa.
Mientras tanto, el sueño y el mareo iban ganando terreno en su cabeza. El efecto del alcohol la arrastraba, y sentía que todo a su alrededor giraba sin control.
Benjamín terminó de recoger la mesa y llevó la bolsa de basura hasta la puerta.
Al regresar, la encontró dormida, recostada sobre la mesa.
Se acercó despacio y se detuvo a su lado, contemplando cómo su respiración se volvía tranquila y pausada.
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