Cuando la última palabra de Valentina quedó suspendida en el aire, un profundo silencio se apoderó de la sala. No era un silencio incómodo, sino uno cargado de emoción y respeto. Nadie se movió. Los clientes de "Café Divino" la miraban, no como a una vendedora que intentaba salvar un contrato, sino como a una narradora que acababa de devolverles un pedazo invaluable de su propia historia, de su propia alma. Alejandro e Isabella estaban completamente atónitos, sus planes de humillación se habían desvanecido, reducidos a cenizas ante una demostración de talento puro y crudo que no habían previsto y contra la cual no tenían defensa.
Finalmente, Don Ramiro, el patriarca, rompió el silencio. Se aclaró la garganta, un sonido grave que resonó en la quietud. Luego, golpeó suavemente la mesa de caoba con los nudillos, un gesto que no era de impaciencia, sino de conclusión.
—En mis cuarenta años al frente de esta empresa —comenzó, su voz, usualmente áspera por dar órdenes, ahora era reflexiva y grave—, he visto cientos de presentaciones. He visto Powerpoints con más gráficos que un periódico, videos producidos en el exterior, estudios de mercado que cuestan más que una cosecha entera. He visto de todo. Todos vienen aquí a hablarme de números, de alcance, de engagement, de todas esas palabras en inglés que a ustedes tanto les gustan.
Se detuvo y miró a sus dos hijos, quienes lo observaban con una atención reverente. Luego, fijó su mirada penetrante y astuta en Valentina.
—Pero usted, señorita Rojas, es la primera persona en mucho, mucho tiempo, que viene a mi oficina a hablarme de mi café. Me ha recordado por qué mi padre empezó todo esto. Me ha recordado el olor de la tierra después de la lluvia.
Se levantó de su silla, un movimiento lento y deliberado que hizo que todos los demás se enderezaran instintivamente. Se acercó a Valentina, rodeando la mesa, y le extendió una mano grande, fuerte, con la piel curtida por el sol y el trabajo.
—Eso —dijo, mientras Valentina, sorprendida, aceptaba el firme apretón de manos—, esa verdad, esa pasión, eso es lo que el dinero no puede comprar. El proyecto es suyo. Y quiero que usted, y solo usted, lo dirija personalmente. No quiero ver a nadie más.
—Tenemos mucho trabajo que hacer, señorita Rojas. Espero ver esa misma pasión y esa misma verraquera en cada paso del camino.
—No espere menos, Don Ramiro —respondió Valentina, y su voz, por primera vez en mucho tiempo, sonó completamente suya: firme, clara y llena de una confianza que había recuperado en el campo de batalla.
Había entrado en esa sala sintiéndose una víctima acorralada, pero salía como una vencedora indiscutible. La serpiente había mordido, pero su veneno había resultado ser el antídoto que Valentina necesitaba para despertar.

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