El sábado antes de la gala, Valentina hizo algo que no había hecho en mucho tiempo: se tomó la tarde libre, sin excusas ni culpas, para ir de compras sola. Rechazó la idea de visitar las boutiques de lujo del Centro Andino o la Zona Rosa, lugares que Alejandro prefería y donde las vendedoras, que la conocían como "la señora de Vega", se apresurarían a mostrarle vestidos "adecuados" en una aburrida paleta de tonos neutros y cortes conservadores. No quería un vestido que su esposo aprobara; quería uno que la representara a ella.
En cambio, condujo hasta el barrio de Quinta Camacho, una zona de Bogotá conocida por sus casas de estilo inglés y sus propuestas de diseño independiente. Se dirigió a una pequeña tienda de un diseñador colombiano emergente cuyo trabajo había admirado en secreto en Instagram. El lugar no era una boutique ostentosa, sino un taller creativo, un espacio íntimo con paredes de ladrillo a la vista, telas exóticas colgando de percheros de cobre y maniquíes vestidos con diseños audaces y vanguardistas que eran más arte que ropa.
—Busco algo para una gala —le dijo a la joven diseñadora, una mujer con el pelo teñido de un vibrante color azul y una energía creativa que llenaba la habitación—. Algo… especial.
La diseñadora la miró de arriba abajo, no para juzgarla, sino para entenderla. Vio más allá de la ropa de marca y la expresión contenida de Valentina.
—Entendido. ¿Buscas algo para pasar desapercibida o para que todo el mundo sepa que llegaste? —preguntó con una sonrisa cómplice, como si pudiera leerle la mente.
Por primera vez en días, Valentina sintió que alguien la veía de verdad. Le devolvió la sonrisa, una sonrisa genuina y un poco traviesa.
Al mirarse en el espejo de cuerpo entero, no vio a la esposa trofeo ni a la empleada subestimada. Vio a Valentina Rojas, en toda su esencia. Una mujer que había sido silenciada y minimizada durante demasiado tiempo y que estaba lista para hacer ruido, para ocupar el lugar que le correspondía.
—Me lo llevo —dijo al salir del vestidor, su voz resonando con una nueva y sólida determinación.
Esa noche, mientras colgaba el vestido en su armario, lejos de la sección de ropa que compartía con Alejandro, lo vio no como una simple prenda, sino como lo que realmente era: una armadura. Una armadura roja y brillante para la batalla que se avecinaba. Alejandro quería que actuara un papel en su obra de teatro, y ella lo haría. Pero iba a interpretar ese papel con su propio vestuario, bajo su propia dirección y, por primera vez, para su propia audiencia.

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