El frío de la noche empezó a calarle los huesos. Valentina se frotó los brazos y decidió entrar. Mientras se quitaba el vestido de gala, una prenda carísima que de repente le parecía un disfraz ridículo, notó que le faltaba algo. Su chal. Un chal de pashmina de seda que su madre le había regalado, el único objeto personal que había llevado esa noche. Debió de habérselo quitado en el coche por el calor.
Con un suspiro de cansancio, se puso una bata y salió de su cuarto. El apartamento estaba en silencio. Seguramente Alejandro ya estaría dormido, o más probablemente, enviando mensajes de texto. No importaba. No quería hablar con él, solo necesitaba recuperar su chal.
Bajó de nuevo en el ascensor privado, esta vez hasta el segundo sótano, donde estaban estacionados sus coches. El garaje era un espacio vasto y silencioso, iluminado por una luz blanca y fría que hacía que todo pareciera estéril. El Mercedes negro brillaba bajo los tubos fluorescentes.
Usando su propia llave, abrió la puerta del copiloto. El interior todavía olía a la mezcla de sus perfumes. Se inclinó para buscar el chal, que efectivamente estaba arrugado en el suelo. Al cogerlo, sus dedos rozaron algo pequeño y duro en la alfombrilla. Frunció el ceño. No llevaba joyas que pudieran haberse caído, salvo los aretes que seguían en sus orejas.
Movida por la curiosidad, encendió la luz de su celular y apuntó hacia el suelo del coche. Algo brilló, un destello metálico. Lo recogió. Era un pendiente. Un diseño intrincado y único: una pequeña serpiente de plata con diminutos ojos de esmeralda, enroscada como si estuviera a punto de atacar.
El aire se le escapó de los pulmones. Lo reconoció al instante. No había duda posible. Isabella se había comprado esos pendientes la semana pasada en una joyería exclusiva cerca del Parque de la 93. Se los había enseñado a todo el mundo en la oficina, presumiendo de su "regalo especial". Valentina había fingido no prestar atención, pero la imagen de esa serpiente de plata se le había quedado grabada en la memoria por lo ostentosa que era.
El pendiente reposaba en la palma de su mano. Era frío, pesado, real. Una prueba irrefutable. No era una sospecha, no era una paranoia. Era la evidencia física de que Isabella no solo estaba en los pensamientos de su esposo, no solo a su lado en los eventos públicos. Había estado allí, en su coche, en el asiento del copiloto. El lugar que, por derecho, le correspondía a ella.
Cerró la mano con fuerza alrededor del objeto. Las delicadas curvas de la serpiente se clavaron en su piel. El metal frío pareció calentarse de repente, o quizás era el calor de la sangre que le subía a la cara, una oleada de furia y traición tan intensa que la hizo tambalearse. Se apoyó en la puerta del coche para no caer. La humillación en el evento dolía, la crítica en el coche enfurecía, pero esto… esto era diferente. Era una profanación. Una invasión a su espacio más íntimo.
Allí, en el silencio helado del garaje, bajo la luz implacable de los fluorescentes, Valentina sintió cómo algo dentro de ella, algo que había estado doblando durante años, finalmente se rompía. Y en su lugar, algo nuevo y duro comenzaba a formarse. Sostuvo el pendiente de serpiente como si fuera un arma, y por primera vez, la idea de la venganza no le pareció lejana, sino necesaria.

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