La madre de Josefina Duarte había concertado una cita a ciegas para su hija en una casa de té de categoría en Valmar. Sin embargo, tras media hora de espera, la otra persona aún no aparecía. Hubo un destello de mal humor en el rostro delicado de la joven.
Pasados unos diez minutos, un hombre de traje gris se acercó con cautela.
—Hola, ¿es usted la señorita Duarte?
—Así es. —Josefina posó la mirada sobre el desconocido corpulento frente a ella y se sintió decepcionada. «¿Este es el supuesto “hombre bien parecido” del que me habló mi madre?», se preguntó.
—Mi nombre es Jorge Loria. —El hombre corrió la silla y se sentó frente a Josefina. Después de observarla de arriba abajo esbozó una amplia sonrisa de satisfacción—. He oído de su situación. No tengo muchos requisitos para una esposa. Después de la boda puede enfocarse en ser una ama de casa y yo me haré responsable de todos los gastos. Tengo dos hijos. Le pido que por favor cuide bien de ellos. Además, mis padres...
—Por favor, deténgase un momento, señor Loria —lo interrumpió Josefina y, tras inhalar profundo, continuó—: Lo siento, pero no creo que hagamos una buena pareja.
Al oír eso, la expresión de Jorge cambió de inmediato.
—Señorita Duarte, soy dueño de un negocio. Debería estar agradecida de poder casarse conmigo... —comenzó a farfullar.
—Lo siento. Creo que he sido clara: no somos el uno para el otro. —¡El hombre parecía tener la edad de su propio padre!
—¡Se arrepentirá de esto! —Dicho eso, abandonó la discusión y salió directamente del lugar.
Josefina, sentada en su silla, se frotó las sienes. «No debí haberle creído a mi madre», pensó. Luego, dado que había pedido una licencia de media jornada, se quedó allí para ver el espectáculo que se desarrollaba en la mesa de al lado, donde también estaba teniendo lugar una cita a ciegas. A diferencia de Jorge, el hombre vestía un traje negro. Su rostro apuesto no tenía ni un defecto y todo su ser desprendía un aura elegante. La mujer sentada frente a él lo miraba embelesada.
—Señor Rosales, celebremos nuestra boda en Irlanda, ¿qué le parece? Podríamos tener muchos invitados...
—Lo siento —interrumpió el hombre de manera abrupta e indiferente y mirando hacia abajo—. No estoy satisfecho con usted. Puede retirarse.
La sonrisa de la mujer se congeló.
—No... —Pero, al darse cuenta de que se estaba delatando, cambió la respuesta deprisa—: No estaba mirando ningún espectáculo.
—Siéntese —ordenó Damián. La joven no tuvo más opción que sentarse frente a él de mala gana. Luego levantó la vista para echar un vistazo cauteloso a aquel hombre de extraordinaria elegancia.
Damián era el presidente del Grupo Rosales, el conglomerado de empresas más grande de Valmar. A pesar de que él solo tenía veintiséis años, el valor neto de su negocio superaba los diez mil millones. Josefina, por su parte, era simplemente una empleada de clase media que trabajaba allí como diseñadora. La empresa tenía miles de empleados, por lo que, en circunstancias normales, Damián no hubiera tenido oportunidad de conocerla. Sin embargo, hace tres años, cuando él había visitado todos los departamentos tras tomar las riendas de la corporación, se había acercado a ella, entre todos los diseñadores, y le había preguntado su nombre. Tartamudeando, la joven le había respondido.
Si bien Josefina era una persona común, tenía una apariencia extraordinaria que sobresalía entre los demás diseñadores, que tenían un aspecto corriente. Su belleza se destacaba incluso si se consideraba a todos los empleados del Grupo Rosales. En aquel momento, muchos en el departamento de Diseño pensaron que Damián tenía interés en ella, pero Josefina creía que era imposible. Para reforzar su teoría, en los tres años siguientes jamás se había cruzado con el gran presidente, a pesar de trabajar en la misma empresa. De hecho, rara vez lo veía.
Ese día, había notado con el rabillo del ojo su presencia en la casa de té, pero no se había atrevido a acercarse a saludarlo, convencida de que él no iba a recordar a una empleada común como ella. En cambio, se sentó a un costado y observó la escena de manera relajada, sin imaginarse lo que iba a pasar a continuación.
—Señor Rosales, si no necesita nada... —Josefina rompió el silencio con la intención de marcharse, pero, en cuanto habló, Damián la miró fijamente con sus ojos profundos y preguntó:
—¿Quieres casarse?

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