La noche había caído sobre el Centro Histórico.
El estruendo de la calle Madero se había convertido en un murmullo lejano, y dentro del pequeño local, reinaba un silencio casi absoluto.
Isabel había barrido el polvo de décadas y había arrastrado el viejo mostrador hasta convertirlo en una improvisada pero sólida mesa de trabajo.
La única luz provenía de una lámpara de brazo articulado que había comprado esa tarde, su haz de luz blanca y concentrada creando una isla de claridad en la penumbra.
Conectó el pequeño tanque de gas al soplete.
Abrió la válvula.
Un leve silbido rompió el silencio.
Giró la perilla de encendido y una chispa cobró vida, convirtiéndose en una llama azul, delgada y feroz. El sonido se hizo más intenso, un rugido en miniatura, el sonido de la creación.
Sobre un ladrillo refractario, colocó un pequeño trozo de plata, un fragmento sobrante de los lingotes que había comprado.
Acercó la llama.
El metal, al principio, pareció resistirse, su superficie opaca reflejando el fuego.
Poco a poco, los bordes comenzaron a suavizarse, a perder su forma. El brillo se intensificó, volviéndose líquido, incandescente.
En cuestión de segundos, la plata se transformó en una gota perfecta, una pequeña esfera temblorosa que parecía un mercurio celestial.
Isabel retiró la llama.
Con unas pinzas largas, movió la gota de plata a su pequeño yunque.
Tomó uno de sus nuevos martillos, el de bola, y comenzó a trabajar.
El primer golpe fue suave, probando la maleabilidad del metal. Luego, sus movimientos se volvieron rítmicos, seguros.
El sonido del martillo contra la plata llenó el taller. No era un ruido violento, sino una percusión constante y melódica.
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