Cerca del Zócalo, escondida en una calle lateral empedrada, se encontraba una zona que pocos turistas veían.
Era el corazón de los proveedores de la industria joyera de la ciudad. Un puñado de tiendas antiguas, con escaparates sin adornos, llenas hasta el techo de todo lo que un artesano podría necesitar.
Isabel entró en la más antigua de ellas, un local conocido como "El Crisol".
El aire en el interior olía a metal, a aceite de maquinaria y a décadas de trabajo. Las paredes estaban cubradas con herramientas colgadas en paneles de madera oscura.
Detrás del mostrador, un hombre de mediana edad con gafas y un delantal de cuero levantó la vista de la pieza que estaba puliendo.
Entrecerró los ojos, reconociéndola vagamente.
—Usted es una de los Garza, ¿verdad? —preguntó, su tono una mezcla de curiosidad y deferencia.
—Lo era —respondió Isabel, su voz neutra.
El hombre no hizo más preguntas, pero su curiosidad se intensificó. Observó cada uno de sus movimientos.
Isabel no se dirigió a las vitrinas con las herramientas importadas más caras.
Se movió por la tienda con la seguridad de una experta, sus ojos examinando los objetos con un escrutinio profesional.
Su mano eligió un soplete de gas, no el más grande, sino uno con una boquilla fina, perfecto para trabajos de precisión.
Seleccionó un juego de martillos: uno de bola para dar forma, uno de relieve para texturizar, uno de nylon para aplanar sin dejar marcas.
Sus dedos se deslizaron sobre una fila de alicates de filigrana, escogiendo tres con puntas de diferentes grosores.
Añadió a su cesta un pequeño yunque de acero macizo, un juego de limas de joyero y varias ruedas para la pulidora.
Luego, se dirigió a la sección de metales.
Isabel asintió, aceptando el cumplido.
—Son las herramientas las que respetan la mano del artesano —respondió.
Cargó las pesadas bolsas, una en cada mano, el peso tirando de los músculos de sus brazos.
Salió de la tienda y comenzó el camino de regreso a su local en la calle Madero.
Cada paso era un esfuerzo, pero cada paso se sentía como una victoria.
Al llegar, dejó las bolsas en el suelo con un suspiro de alivio.
Abrió una de ellas, desenvolvió el yunque y lo levantó con ambas manos.
Colocó el pequeño yunque sobre el viejo mostrador de madera, y el sonido sordo retumbó en el local vacío.

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