Con la punta de su dedo índice, Isabel empujó suavemente el diamante en bruto hacia el centro de la mesa. El leve sonido de la piedra arañando la laca de la madera fue audible en el silencio sepulcral.
Luego, empujó el zafiro, que rodó con un peso sordo.
El ópalo de fuego lo siguió, sus colores internos parpadeando bajo la luz de la lámpara de araña como un corazón agonizante.
Y finalmente, la turmalina verde.
Las cuatro gemas formaron un pequeño y silencioso montículo en el corazón de la sala de estar. Un tesoro de promesas rotas, ahora reducido a su valor mineral. Un tesoro sin valor sentimental.
Levantó la vista y miró a sus hermanos. Su mirada pasó lentamente de uno a otro, metódica, deliberada. No se detuvo en Verónica, quien se había encogido en el sofá, de repente consciente de que el escudo de los hermanos Garza tenía grietas. Ella era irrelevante en este juicio final.
Su voz era tranquila, desprovista de toda emoción. No había ira, ni dolor, ni acusación. Solo una simple declaración de hechos, tan fría y clara como el agua de un glaciar.
—Les devuelvo todo lo que me han dado.
El silencio en la habitación se hizo más profundo, más pesado, como si el aire mismo se hubiera solidificado.
Ricardo la miraba con una incredulidad furiosa. Su mandíbula estaba tan apretada que un músculo saltaba rítmicamente en su mejilla. Esto era insubordinación, una rebelión que no podía comprender ni tolerar.
Diego parecía a punto de estallar. Sus nudillos estaban blancos alrededor del vaso de whisky, su rostro enrojecido por una mezcla de rabia y confusión. Estaba acostumbrado a las confrontaciones, a los gritos, pero este desafío silencioso lo desarmaba.
Fernando la observaba con la boca ligeramente abierta, una comprensión terrible comenzando a amanecer en su rostro pálido. De todos ellos, era el único que parecía entender la magnitud de lo que estaba sucediendo. Murmuró su nombre, un sonido apenas audible.
—Isabel…
Javier simplemente miraba las piedras, su mente artística finalmente captando el simbolismo devastador de su gesto. No era un arrebato, era una instalación de arte. Una performance sobre la ruptura.
Isabel dejó que el peso de sus palabras se asentara en la habitación. Les dio un momento para que entendieran que no se trataba de una rabieta. No era un drama para buscar atención.
Era un cierre de cuentas. Un balance final.
Luego, concluyó la frase, cada palabra cayendo como una gota de hielo en el silencio.
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