Al día siguiente, el sol de la mañana brillaba con fuerza sobre el Centro Histórico de la Ciudad de México.
El aire estaba lleno del clamor de la ciudad: el sonido de las campanas de la Catedral, los gritos de los vendedores ambulantes, el murmullo constante de una multitud en movimiento.
Isabel caminaba por el corredor peatonal de la calle Madero, mezclada entre turistas y oficinistas.
Llevaba unos vaqueros, una simple camiseta negra y unas botas cómodas. Nadie la reconoció. Aquí no era una Garza. Era anónima, y esa sensación era embriagadora.
Había pasado la mayor parte de la noche en la habitación de su modesto hotel, no durmiendo, sino trabajando.
Con su laptop, había trazado un plan. El primer paso era encontrar una base de operaciones. Un lugar propio.
Ignoró las grandes avenidas con sus joyerías de lujo y sus escaparates resplandecientes. Esos eran los cotos de caza de su familia.
Su búsqueda la llevó por calles más estrechas, más antiguas.
Y entonces lo vio.
Encajonado entre una librería de viejo que olía a papel y polvo y una tienda de artesanías oaxaqueñas llena de alebrijes de colores, había un pequeño local.
La pintura de la fachada estaba descascarada, y la ventana principal, grande y prometedora, estaba cubierta por una gruesa capa de suciedad.
Un letrero de "SE RENTA", escrito a mano y descolorido por el sol, colgaba torcido en la puerta.
Era perfecto.
Sacó su teléfono y llamó al número del anuncio.
La voz que respondió era rasposa, la de un hombre mayor y claramente escéptico.
—¿El local de Madero? Sí, sigue disponible. ¿Para qué lo quiere?
—Un taller de joyería —respondió Isabel con calma.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—Eso es un negocio caro. ¿Tiene con qué pagar, señorita?
Eran grandes, de hierro, y pesaban en su mano.
Cuando el hombre se fue, Isabel se quedó sola frente a su nueva propiedad.
Introdujo una de las llaves en la vieja cerradura. Chirrió, pero giró.
Empujó la puerta.
Entró.
El espacio estaba vacío, salvo por un viejo mostrador de madera y el silencio.
El sol de la tarde se filtraba a través de la sucia ventana, y sus rayos iluminaban millones de partículas de polvo que bailaban en el aire, como diamantes suspendidos en el tiempo.
Isabel se quedó de pie en el centro del local, respirando el olor a cerrado y a madera vieja.
Sintió el frío y pesado hierro de la llave en la palma de su mano.

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