Isabel bajó las escaleras, el peso de la maleta en su mano era ligero comparado con la carga que estaba a punto de soltar.
El sonido de sus pasos sobre el mármol anunció su llegada.
En la sala de estar, las voces se apagaron de golpe.
Los cuatro hermanos y Verónica estaban reunidos, un frente unido contra la traidora. La tensión del coche había sido reemplazada por una atmósfera de consejo de guerra.
Diego sostenía un vaso de whisky, Ricardo miraba su teléfono con el ceño fruncido, planeando sin duda el control de daños.
Verónica, ya sin lágrimas, estaba sentada en el sofá de brocado, con una expresión de frágil preocupación.
Todos levantaron la vista cuando Isabel entró.
La maleta fue lo primero que vieron.
Ricardo frunció el ceño, su desdén era palpable. Dejó el teléfono y se puso de pie, asumiendo su papel de jefe de familia.
—¿A dónde crees que vas con eso? —Su voz era fría, autoritaria—. Tu castigo no ha terminado.
Isabel no le respondió.
Ignoró su pregunta, su autoridad, su misma presencia.
Caminó con paso firme hacia la mesa de centro de caoba maciza, una pieza antigua que había sido el orgullo de su abuelo.
Dejó la maleta en el suelo, a su lado.
Luego, colocó el pequeño joyero de madera sobre la superficie pulida de la mesa. El sonido de la madera contra la madera fue extrañamente sonoro en el silencio tenso.
Levantó la tapa.
Los ojos de todos estaban fijos en sus manos.
Con la punta de los dedos, sacó una pequeña bolsa de terciopelo negro.
La abrió y volcó su contenido sobre la mesa.
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