—No importa lo que pase en el futuro, siempre seremos las mejores amigas.
Marisela la abrazó de vuelta y, mientras le daba unas palmaditas en la espalda, Johana la consoló:
—Tranquila, de verdad, no pienso alejarme de ti. Siempre seremos las mejores amigas.
Marisela, aún apretándola, soltó:
—Después de tantos años, nunca te he llamado cuñada… y la verdad, ni ganas me dan. Mejor sigamos siendo buenas hermanas.
Johana asintió con fuerza:
—Claro que sí.
Aunque Johana y Marisela habían hecho las paces, Marisela seguía con el coraje atorado en la garganta.
Esa noche, después de cenar y cuando Johana ya se había ido de la casa, Marisela agarró el celular y le marcó a Ariel, desquitando su enojo sin filtro alguno.
Lo tildó de tonto, le reclamó que no sabía consentir a una mujer y que tampoco sabía cómo tratarla bien.
Eso sí, del asunto del acuerdo no dijo nada.
Del otro lado de la línea, Ariel alejó el celular de su oído por un buen rato. Al final, ni esperó a que Marisela terminara de soltarle todo; con total desgano, colgó la llamada.
No tenía ni ganas ni paciencia para escucharle sus quejas.
...
Mientras tanto, en la Casa de la Serenidad.
Johana apenas había pisado la entrada cuando Ariel salió del cuarto.
Llevaba en la mano una taza humeante. El aroma de la bebida se esparció suave por el ambiente.
Hacía ya días que no coincidían. Johana le echó una mirada rápida, sin saludarlo.
Prefirió esquivarlo y le dejó libre el paso, lista para irse directo a su cuarto. Ariel, entre divertido y curioso, le soltó una broma:
—¿Qué, te traes algo entre manos? ¿O por qué ni siquiera te animas a mirarme?
—Nada de eso. Solo que ya es tarde. Mejor descansa —respondió Johana, usando la frase que siempre empleaba para cortar la plática.
Ariel se rio bajito, divertido:
Ambos tenían la firma de Johana.
Días antes, cuando Johana había ido a la notaría a recoger el acuerdo, Ariel ya lo sabía.
Pensó que ella volvería para armarle una escena, pero en vez de eso, fue directo con el abuelo.
En el fondo, sabía que ella tenía cabeza y que no era ninguna ingenua.
Johana lo miró fijamente, tranquila, sin dejar que nada la alterara.
Pero cuando Ariel se acercó con los papeles en la mano, Johana retrocedió unos pasos casi sin querer.
Sintió el borde del escritorio en la parte trasera de sus piernas y, de golpe, terminó sentada sobre la mesa, apoyando ambas manos en el borde.
Ariel, al ver eso, avanzó un par de pasos más. Se inclinó un poco hacia ella, apoyando las manos a cada lado, acorralándola por completo.
La postura era de lo más sugerente.
Johana, incómoda, levantó la mano derecha y la puso sobre el pecho de Ariel, marcando la distancia para que no se acercara más.

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