Al escuchar la voz de Ariel, Johana salió de sus pensamientos y respondió con tranquilidad:
—Estaba revisando unos datos, por eso no vi quién llamaba.
Ariel, al oírla, le habló con un tono suave:
—Hoy es el cumpleaños de la abuelita. Vente a cenar con nosotros. Si todavía sigues en la oficina, paso por ti.
Johana tecleaba con ambas manos, mientras sostenía el celular con el hombro. Contestó sin apartar la vista de la pantalla:
—Ayer fui a ver a la abuelita y ya le expliqué que hoy tengo que quedarme a trabajar. Tú ve sin mí.
La familia Paredes siempre se había portado muy bien con ella, en especial el señor y la señora de la casa. Por eso, la mañana anterior decidió visitarlos a solas y entregarle el regalo a la abuelita antes del festejo.
En cuanto a la reunión familiar, prefería no ir. No quería alimentar falsas esperanzas entre ellos.
Del otro lado de la línea, el gesto de Ariel se endureció ligeramente.
Johana, notando el silencio incómodo, se apresuró a decir:
—Todavía tengo trabajo pendiente. Cuelgo.
Sin esperar respuesta, cortó la llamada y dejó el celular sobre el escritorio, volviendo de inmediato a su trabajo.
...
En la planta baja del edificio de Johana, Ariel escuchó el sonido de la llamada finalizada y, frustrado, arrojó el celular sobre el asiento del carro.
Bajó la ventanilla, tomó una cajetilla de cigarros del tablero y encendió uno. Exhaló el humo en silencio, mientras sus cejas permanecían fruncidas. El gesto de molestia se le quedó grabado en el rostro.
Permaneció ahí un rato más, hasta que el cigarro se consumió por completo. Luego arrojó la colilla por la ventana, pisó el acelerador y se dirigió de regreso a la casa familiar.
Johana ya había visitado a la abuelita, así que no le quedaba más remedio que ir solo.
Entró a la casa sin ganas. Néstor y Marisela estaban acompañando a la abuelita y al abuelo, platicando en la sala.
Al ver que Ariel llegaba, la abuelita miró instintivamente hacia la puerta, buscando a alguien más detrás de él. Al notar que venía solo, una sombra de tristeza le cruzó el rostro y se quedó callada, con el ánimo por los suelos.
Luego, miró a Ariel y le preguntó con la voz apagada:
—¿Joha no vino contigo?
...
Al día siguiente por la tarde, Johana seguía trabajando en el estudio de su casa. Mientras revisaba los documentos de un nuevo proyecto, Marisela entró.
Se sentó en el sofá, abrazando un peluche, sin decir nada y con cara de pocos amigos.
Johana, con las gafas en la punta de la nariz, alternaba entre subrayar notas y mirar a Marisela. Finalmente, le preguntó con suavidad:
—¿Qué pasa? ¿Por qué entraste así y no has dicho nada?
El departamento de Johana tenía poco más de cien metros cuadrados, decorado con mucho esmero. Marisela le había ayudado a elegir adornos y peluches para que el ambiente fuera más cálido.
Las cortinas azul oscuro, el sofá beige al estilo americano, el librero que cubría toda la pared y el enorme globo terráqueo de madera en la esquina le daban al espacio un aire acogedor. Los estantes estaban llenos de libros y varias plantas verdes aportaban vida al lugar.
Marisela, acurrucada en el sofá con el peluche entre los brazos, suspiró pesadamente y dijo, arrastrando las palabras:
—La abuelita se enfermó. Anoche la llevamos al hospital. Yo me quedé ahí toda la noche. Apenas vine a casa, me bañé y ahora estoy aquí.
Al escuchar que la abuelita estaba enferma, la mano de Johana quedó suspendida en el aire. Su mirada, preocupada, se dirigió de inmediato hacia Marisela.

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