Raúl apuró el paso detrás de Ariel, y el nerviosismo se le notó en la cara. Arrugó la frente y soltó:
—¿Cómo es que está ardiendo? Con este clima...
No alcanzó a terminar la frase. Ariel, al escuchar la noticia, salió disparado hacia el estacionamiento sin mirar atrás.
Johana. No podía permitir que le pasara nada.
Veinte minutos después, el carro entró al fraccionamiento. Antes de llegar a la casa de Ariel, ambos vieron que varios vecinos iban corriendo hacia allá. El olor a humo era tan fuerte que parecía que la nube negra les iba a caer encima.
El incendio no era cualquier cosa.
Apenas lograron estacionar el carro cerca de la casa, notaron que la zona ya estaba acordonada por policías y guardias de seguridad del fraccionamiento.
Todavía no llegaba el camión de bomberos.
La casa, que siempre había sido el orgullo de Ariel, ahora estaba envuelta en llamas. El ambiente era un caos. Gritos, órdenes, gente corriendo de un lado a otro.
Las llamas eran más intensas que las del incendio en la Mansión Herrera, años atrás.
Cuando lograron abrirse paso entre la multitud, vieron a Marisela. La policía la tenía sujeta, pero ella se retorcía, gritando desconsolada:
—¡Joha! ¡Joha sigue adentro! ¡Déjenme pasar, tengo que sacar a Joha!
—¡Joha! ¡Joha!
Pero los policías y los guardias no la soltaban. La mantenían alejada. Nadie podía entrar.
Las llamas eran tan intensas que ni siquiera los mismos compañeros de Marisela habían podido subir al segundo piso. Tenían que esperar a los bomberos.
El calor era tan fuerte que, aunque estuvieran a varios metros, todos sudaban a chorros.
A un lado, Ariel escuchó lo que gritaba Marisela y sintió que el mundo se le venía abajo. Las piernas le temblaron, y si no fuera por Raúl, habría terminado en el suelo.

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