En la entrada del laboratorio forense, Ariel estaba sentado en la banca del pasillo, con la cabeza agachada, encorvado y las manos apretadas con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. No había dicho ni una sola palabra en toda la noche.
Debajo de donde estaba, el piso tenía una mancha húmeda.
Raúl, apoyado en la pared a su lado, tenía los ojos enrojecidos; hacía poco también se le había escapado el llanto.
Cuando el señor y la señora Paredes se enteraron del incendio en la Casa de la Serenidad y de que no habían logrado salvar a Johana, la abuela se desmayó y el abuelo tuvo una crisis de salud. Adela Escobar subió a la ambulancia llorando, acompañando a los ancianos al hospital.
Durante todo el trayecto, no paraba de culparse, de pensar que todo había sido culpa de ellos, que le habían fallado a Johana.
No debieron haber propuesto ese compromiso, no debieron dejar que Johana se encargara de los problemas amorosos de Ariel, debieron haber estado más de su lado, apoyándola más.
Si hubieran presionado más a Ariel, si hubieran obligado a que el divorcio se diera antes, tal vez Johana habría esquivado esta tragedia.
En ese momento, la familia Paredes estaba completamente vuelta un caos, incluso el siempre sereno Jairo Paredes no sabía ni por dónde empezar, perdido entre el desorden.
No dejaba de reprocharse, de pensar que no había hecho suficiente, de lamentar no haberle metido presión a Ariel para que terminara ese matrimonio antes.
Así pasaron la noche entera afuera del laboratorio, Ariel sin articular palabra, y Raúl, Noé Ponce y Ramón Sosa tampoco decían nada.
Nadie trataba de consolarlo.
Si lo del abuelo era parte de la vida, ¿entonces qué era Johana? Ella ni siquiera había cumplido los veinticuatro años.
Sentado como estatua en la banca del pasillo, Ariel jamás imaginó que aquella noche, al irse, sería la última vez que vería a Johana.
Y para colmo, la dejó irse cargando rabia, con el corazón lleno de resentimiento.
Esa noche, ella le preguntó:
—¿De veras tienes que irte?
Él soltó su mano y, de todos modos, se fue.
En la prepa ya había sacado una patente, y en el Grupo Nueva Miramar ayudó a Ariel a levantar el negocio, lo manejaba como toda una profesional.
Cuando se fue a Avanzada Cibernética, su destreza impresionó hasta a los más veteranos, y Hugo, el jefe, la apreciaba más que a nadie.
Pensar en todo eso hizo que a Raúl se le salieran otra vez las lágrimas. Extendió la mano y le dio unas palmadas en la espalda a Ariel, en un intento de consolarlo, pero también de buscar consuelo para sí mismo.
Ese gesto de Raúl fue la gota que derramó el vaso para Ariel. Si pudiera regresar el tiempo, esa noche no se habría ido, se habría quedado con ella, la habría abrazado y atesorado cada oportunidad que ella le dio.
Las lágrimas seguían cayendo al suelo, una tras otra, y Ariel no levantó la cabeza ni un momento.
El cielo comenzaba a aclarar cuando el forense salió del laboratorio y abrió la puerta.
—¿Quién es el familiar de la fallecida? Ya tenemos los resultados de la prueba de ADN. La persona fallecida es Johana, veintitrés años, número de identificación xxxx. La causa de muerte fue asfixia por inhalación de humo; el deceso ocurrió alrededor de las diez y media de la noche de ayer.
—Por favor, que pase el familiar para identificar el cuerpo y firmar los papeles.

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