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No Me Dejes, Aunque No Te Lo Mereces romance Capítulo 95

Ariel parecía perdido, tan frustrado que se masajeaba las sienes como buscando una solución que no llegaba. Johana, al verlo así, preguntó con suavidad:

—¿Por qué no entramos ya?

Ariel giró el rostro hacia ella, su voz sonó distante, casi resignada:

—¿Crees que el único problema es lo de las acciones?

Soltó un suspiro y recargó la cabeza en el respaldo del asiento. Cerró los ojos, siguió frotándose las sienes, y murmuró:

—Los chismes de Twitter... esos sí que son difíciles de manejar, mucho más que las caídas de la bolsa.

...

Johana prefirió guardar silencio. Tenía razón. Cuando las acciones se desplomaban, nadie se atrevía a decirle nada; él solo podía resolverlo. Pero en cuanto pusiera un pie dentro de la casa, el abuelo y la abuela lo iban a regañar sin piedad. Eso sí que no lo podía esquivar.

Lo observó durante un rato, sin decir palabra, hasta que por fin preguntó:

—¿Te duele mucho la cabeza?

Ariel asintió levemente:

—Sí, la verdad me duele bastante.

Con esas palabras, un silencio espeso envolvió el carro. Pasaron varios minutos antes de que Ariel rompiera el silencio con voz apacible:

—Pensé que ibas a ayudarme a masajearla.

Cuando estaban en la escuela, Ariel solía pedirle favores tanto a Johana como a Marisela. Les daba algún dulce o les hacía un favorcillo y, a cambio, ellas le cargaban la mochila, le hacían recados, a veces hasta una le daba golpecitos en la espalda y la otra le masajeaba las piernas.

Ariel siempre se comportó como si fuera un pequeño rey.

Johana incluso llegó a hacerle la tarea más de una vez: de niña, le ayudaba con los deberes de secundaria, y en secundaria, con los de preparatoria. Ya en la universidad, solo le llevaba un grado de diferencia.

En ese entonces, todavía eran muy unidos.

Al recordar aquellos tiempos, a Johana se le escapó una sonrisa.

Entonces se giró, se acomodó para quedar más cerca de Ariel, y levantó ambas manos para posarlas sobre sus sienes.

Si no fuera porque él acababa de perder varios miles de millones por su culpa, no se habría animado a hacerlo.

Cuando las manos suaves de Johana tocaron sus sienes, Ariel apartó las suyas sin pensarlo. El contacto de sus dedos era tan cálido y reconfortante que cerró los ojos, y una oleada de recuerdos lo envolvió.

Recordó cómo, en el pasado, ella lo ayudaba así y siempre le preguntaba con dulzura si la presión era la adecuada.

—Ariel, ¿así está bien la fuerza?

—Ariel, ¿ya te sientes mejor? Ya me cansé.

—Ariel, ¿puedo dejar la mochila? Me duelen los hombros.

Los recuerdos lo inundaron y, sin querer, se le dibujó una sonrisa en los labios.

Si ella no hubiera tenido ojos para otro, si no hubiera sido tan práctica, si él nunca hubiera leído su diario, tal vez los dos podrían haber sido felices juntos.

Cuando no la veía, todo iba bien, pero cada vez que la tenía cerca, callada y obediente, Ariel sentía que perdía el control.

Después de todo, era joven y a esa edad las emociones mandan.

Johana, además, tenía un atractivo especial, una figura que llamaba la atención de cualquier hombre.

El beso de Ariel no la tomó del todo por sorpresa; en realidad, ya se le hacía costumbre. Puso las manos en su pecho, intentó apartarlo, pero no fue capaz.

A veces, después de estos momentos, se prometía a sí misma que la próxima vez no se lo iba a permitir; que si Ariel volvía a hacer algo así, le soltaría una bofetada. Pero cada vez que veía ese rostro, recordaba cómo la rescató del incendio, cómo compartieron tantos recuerdos, y simplemente no podía levantar la mano.

No podía hacerlo.

Después de ese beso ardiente, Johana sentía los labios y la lengua entumecidos.

Se limpió la boca con la mano y, con aire serio, le advirtió:

—Ariel, no vuelvas a hacer esto.

Ariel no le dio importancia a sus palabras. En vez de responderle, tomó un documento del asiento y se lo entregó:

—Fírmalo.

Johana lo miró de reojo, luego bajó la vista hacia el documento en sus manos.

Sin prisa, lo hojeó y, al ver las primeras palabras del encabezado, se quedó pasmada.

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