—Sabri, dime cuál de mis nietos te gusta y haré que se case contigo.
La voz profunda del patriarca, Felipe Guerrero, resonó en la sala. Su rostro, marcado por los años, mostraba una expresión afable, y sus ojos turbios miraban a Sabrina Molina con un cariño teñido de culpa.
Sabrina estaba aturdida, con la mirada perdida en los presentes. Todos eran rostros familiares, solo que se veían mucho más jóvenes, más lozanos.
Una sacudida la estremeció. ¿Acaso había… renacido?
Una oleada de inmensa alegría la recorrió de pies a cabeza.
Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que había vuelto justo a la noche de la cena que Felipe había organizado en su honor. En ese entonces, ella solo tenía veintitrés años.
El recuerdo de su vida anterior ensombreció su ánimo. Un nudo amargo se le formó en la garganta y sintió el corazón oprimido, como si una roca le aplastara el pecho.
No pudo articular palabra.
Felipe supuso que solo estaba nerviosa y sonrió.
—Habla sin miedo. En la familia Guerrero, nadie se atreve a desobedecerme.
Él y el abuelo de Sabrina habían sido grandes amigos y se habían prometido unir a sus familias. Aunque de los Molina solo quedaba ella, la promesa debía cumplirse.
Sabrina esbozó una sonrisa amarga. Precisamente por la autoridad de Felipe, nadie se había atrevido a contradecirlo, y eso la había conducido a una muerte miserable en su vida pasada.
Paseó la mirada por los presentes y la detuvo en Camilo Guerrero, ¡el nieto mayor de la familia Guerrero! Sus ojos se afilaron como cuchillos y apretó los puños a los costados.
Camilo le sostuvo la mirada, con el rostro sombrío y los ojos centelleantes. Emanaba un aura gélida y amenazante, como si le advirtiera que, si se atrevía a pronunciar su nombre, estaría acabada.
—Sabri, ¿qué te parece Camilo? —preguntó Felipe con una sonrisa.
Al oír su nombre, Camilo se tensó. Un destello de furia cruzó por sus ojos y sus manos, apoyadas en los muslos, se crisparon.
Abrió la boca, a punto de protestar.


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