Le había respondido con desdén que, si no quería que la gente hablara, no debería hacer cosas tan escandalosas como traer hombres a la casa.
Pero Sabrina, impredecible como siempre, ordenó a su hombre que atacara, y sus guardaespaldas, por supuesto, la defendieron.
Sin embargo, resultaron ser unos inútiles. Ocho de ellos no pudieron con un chico que apenas parecía mayor de edad.
Sabrina aplaudió y, sin escatimar elogios, le levantó el pulgar a Matías.
—¡Increíble! No mentías, de verdad puedes con ocho.
—No es para tanto, señorita Molina —respondió Matías con una sonrisa.
—¿Y qué hacemos con esta? —preguntó, clavando su afilada mirada en Betina.
—Cuñada, todavía estás a tiempo de disculparte —le advirtió Sabrina. Era mejor que no la provocara.
Aunque Betina sentía miedo, ¿pedirle perdón a una mocosa? Jamás. Además, estaban en la mansión Guerrero. No creía que Sabrina se atreviera a ponerle un dedo encima.
Con aire de suficiencia, levantó la barbilla.
—Soy tu cuñada, ¿quién te crees que eres para exigirme una disculpa? Además, tu hombre dejó a mis guardaespaldas medio muertos. Soy yo la que debería pedirte una indemnización.
—¿Indemnización? Ah, gracias por recordármelo —dijo Sabrina con una sonrisa gélida—. Cuñada, tendrás que pagarme por daños a mi reputación. La honra de una mujer no es algo con lo que se pueda jugar.
—¡Ni lo sueñes! —espetó Betina, fulminándola con la mirada—. No creas que por estar casada con Ignacio ahora eres mi igual. Siempre serás una simple advenediza. ¿Pedirle perdón a alguien como tú? ¡Ni que estuviera loca!
—Entendido —dijo Sabrina—. Así que no piensas disculparte ni pagar.
Betina soltó un bufido, dejando clara su respuesta.
—Muy bien, lo tengo claro —Sabrina no estaba para juegos. Chasqueó los dedos—. Matías, enséñale a la señora Betina a comportarse.



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