Eso sí que sonaba como un disparate.
—Adriana me contó antes que, cuando alguien muere, los recuerdos pueden distorsionarse —analizó Ignacio, meditando cada palabra—. Si los sobornaron antes de subir al avión, tal vez después de morir sus recuerdos se alteraron. Podrían creer de verdad que el viejo sí abordó el avión, y hasta convencerse de que nunca traicionaron a sus patrones.
—Eso tiene solución —intervino Sabrina, con tono resuelto—. Solo hay que revisar sus movimientos bancarios. Si antes de abordar recibieron dinero en sus cuentas y todo provino de la misma fuente, está clarísimo que fueron comprados.
—Justo eso tenía en mente —respondió Ignacio, mirando con tristeza el rostro agotado de Sabrina—. Anda a descansar, no le des tantas vueltas. Sea como sea, ya lo hecho, hecho está.
—Tú también, no importa lo que pase, yo siempre voy a estar contigo —dijo Sabrina, apretándole la mano. Era la primera vez que le decía algo tan emotivo.
Ignacio sonrió con ternura.
—Anda, ve a descansar.
—No te excedas trabajando —le advirtió Sabrina.
Ignacio asintió en silencio.
...
Sabrina había llegado temprano a Rivella y entre el cansancio y el sueño, apenas tocó la cama se quedó dormida. Pero su descanso fue inquieto, plagado de pesadillas. Soñó con Felipe, encerrado en un sótano oscuro, hambriento y sediento, sometido a torturas que le habían dejado el cuerpo flaco y débil.
La escena cambió de golpe. Ahora veía a Matías, vestido con bata blanca y cubrebocas, concentrado en algún experimento. Sabrina intentó llamarlo, pero de su garganta no salía ni un suspiro.
La pesadilla dio otro giro. Matías tenía una jeringa en la mano y se la clavaba a Felipe. Bastaron unos minutos para que el viejo empezara a retorcerse, su cara se desfiguró, convulsionaba, echaba espuma por la boca y hasta sangre le escurría de los ojos.
El grito de Sabrina quebró el silencio de la habitación y sobresaltó a Ignacio, que aún trabajaba en el escritorio. Corrió hasta ella y la abrazó para calmarla.

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