—A veces discutimos, pero en el fondo, solo quiero lo mejor para ti. ¿Entiendes mi corazón de madre?
Sabrina retiró la mano y respondió con un escueto «ah».
El rostro de Betina se contrajo. Después de todo su discurso, ¿solo un «ah»?
—Sabri, escúchame. En la situación actual de Ignacio, no es conveniente que te sometas a una fecundación in vitro. ¿Quieres que tu hijo, igual que tú, pase su vida atado a un hombre en coma?
—Ah —volvió a decir Sabrina.
El segundo «ah» la desarmó por completo.
—Sabri, ¿qué piensas hacer? —intervino Felipe con voz grave—. En este asunto, tú tienes la última palabra. Lo que tú decidas, se hará.
Las palabras del abuelo eran como una sentencia. Si Sabrina asentía, sus dos cuñadas serían expulsadas de la casa.
Al oírlo, Betina y Julieta se abalanzaron sobre Sabrina, suplicándole clemencia. En ese momento, el orgullo no valía nada.
Solo querían quedarse en la mansión Guerrero. Especialmente Julieta, que perdería su principal fuente de ingresos si se iba.
—Sabri, mi Cami siempre te ha tratado bien, ¿no? Siempre te ha considerado su hermana. Desde pequeños, compartía contigo todo lo que tenía —dijo Julieta, intentando apelar a los sentimientos que, según ella, Sabrina aún albergaba por Camilo.
Betina, por su parte, le recordó el día en que, de niña, cayó a un estanque y Leandro, arriesgando su propia vida, la salvó.
Sabrina guardó silencio. Tenían razón. Camilo, de niño, compartía todo con ella. Pero eso no le impidió, años después, intentar matarla sin dudarlo.
Y lo de Leandro también era cierto. Ella tenía diez años y él once.



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